Luciérnaga
De los nidos futuros del estío
sólo aguardo una ventana de lluvia
Abierta en una hoja virgen
Allí lavaré mis pálidos árboles
de un ignoto manantial en prosa
un poema como ojos de profeta
con este deseo soy feliz.
Cuando el alba llega
cierro todas las ventanas
Y las dejo entregarse a los poetas somnolientos
Abro los oráculos baldíos
abro el silencio
donde los hombres desgajan a cuchillo
cópulas desiertas
detestan la impaciencia de los búbo-lunas
y oscurecen los recodos
donde los videntes hallaron su idilio
Cuando las cítaras del hebreo dejaron de plañir
cuando ninguna mariposa esparce rosas rojas.
lunes, 28 de enero de 2008
Simón Rodríguez
He venido a ti
He venido a ti
A destilar tus bayetas
Y después de una tormenta de azúcar
Andar y desandar la frescura de tu cuerpo
Encortinar con besos esos blancos caminos
Y estrangular la tristeza entre nuestras caricias
Bajo lluvia de silencio nuestros ojos se encienden
Se deshojan tus senos en gemidos de gaviota
Como caracoles claros
Tejen cintas tus brazos en mi espalda…
He llegado a ti jaloneando tu fragancia de muña
Huyendo como un silbido de la pena
Para desnudar nuestros fuegos
Y astillar la noche en cientos de pequeños días.
He venido a ti
A destilar tus bayetas
Y después de una tormenta de azúcar
Andar y desandar la frescura de tu cuerpo
Encortinar con besos esos blancos caminos
Y estrangular la tristeza entre nuestras caricias
Bajo lluvia de silencio nuestros ojos se encienden
Se deshojan tus senos en gemidos de gaviota
Como caracoles claros
Tejen cintas tus brazos en mi espalda…
He llegado a ti jaloneando tu fragancia de muña
Huyendo como un silbido de la pena
Para desnudar nuestros fuegos
Y astillar la noche en cientos de pequeños días.
Luis Pacho
ETERNUS
Dejo mi silencio adormecido a la vera de esta orilla
donde soy la misma piedra soleada
en tus palabras.
(Un sol lejano atrapa mis ojos
mientras tu imagen reverbera en los tranvías
de una ciudad desconocida).
En el latido de esta incierta dimensión
que esculpe cada paso desandado
tú eres la única habitante y
sólo aquí puedo coger las estelas
de tu corazón intocado.
Sólo aquí tu nombre vive colgado
en una sonrisa
sólo aquí tu mirada crece verdeante
como las totoras.
Y si te he visto
destejiendo telarañas y cogiendo estrellas
en el fondo de las nubes
sé que tu silencio es alguien que cruza la calle
con un poema bajo el hombro.
CUADRO 1
Detrás de las palabras
que aún sacuden
el desvelo de antiguas memorias,
una ciudad se desploma
bajo el cielo de unos quietos caninos.
Sin embargo en esta calle
por donde nunca nos hemos ido
los musgos nos abrazan
tibiamente los tobillos.
Dejo mi silencio adormecido a la vera de esta orilla
donde soy la misma piedra soleada
en tus palabras.
(Un sol lejano atrapa mis ojos
mientras tu imagen reverbera en los tranvías
de una ciudad desconocida).
En el latido de esta incierta dimensión
que esculpe cada paso desandado
tú eres la única habitante y
sólo aquí puedo coger las estelas
de tu corazón intocado.
Sólo aquí tu nombre vive colgado
en una sonrisa
sólo aquí tu mirada crece verdeante
como las totoras.
Y si te he visto
destejiendo telarañas y cogiendo estrellas
en el fondo de las nubes
sé que tu silencio es alguien que cruza la calle
con un poema bajo el hombro.
CUADRO 1
Detrás de las palabras
que aún sacuden
el desvelo de antiguas memorias,
una ciudad se desploma
bajo el cielo de unos quietos caninos.
Sin embargo en esta calle
por donde nunca nos hemos ido
los musgos nos abrazan
tibiamente los tobillos.
Eddy Sayritúpac
VI
Puedo encontrar tus besos en las tardes crecidas de los ríos
Puedo oír tu voz en el viento que toca con sus ramas el cielo
En el manantial que humedece los arroyos.
Puedo abrazar la libertad de tus brazos
Seguir tus pasos fríos tras la lluvia aspergida
Derramada en el horizonte púrpura
Tomarte de la mano y viajar
Como las nubes de tus cabellos
Observar la luz que nace de tus labios.
El sol que emerge de tus ojos
La fragancia de tu piel
Mirar el cielo que se llevó nuestra inocencia
Y decirte que nunca será tarde
Para viajar por las mañanas que cosechamos
Que empozan veranos y océanos pacíficos
Que esperan nuestros pasos.
Y la arena caliente de sus orillas, será nuestra
Apagará el frío que llevamos
Volarán soles como aves desde nuestros jardines
Tocaremos la cima del cielo
Y la tibieza de la tarde
Cruzaremos el mar
Que creció de tanto mirarlo
Las brisas que emanan desde la luna
En el pez que nació al caer la tarde
Cruzaremos pisando el fuego
Que se extendió en las crestas de los rayos.
Puedo encontrar tus besos en las tardes crecidas de los ríos
Puedo oír tu voz en el viento que toca con sus ramas el cielo
En el manantial que humedece los arroyos.
Puedo abrazar la libertad de tus brazos
Seguir tus pasos fríos tras la lluvia aspergida
Derramada en el horizonte púrpura
Tomarte de la mano y viajar
Como las nubes de tus cabellos
Observar la luz que nace de tus labios.
El sol que emerge de tus ojos
La fragancia de tu piel
Mirar el cielo que se llevó nuestra inocencia
Y decirte que nunca será tarde
Para viajar por las mañanas que cosechamos
Que empozan veranos y océanos pacíficos
Que esperan nuestros pasos.
Y la arena caliente de sus orillas, será nuestra
Apagará el frío que llevamos
Volarán soles como aves desde nuestros jardines
Tocaremos la cima del cielo
Y la tibieza de la tarde
Cruzaremos el mar
Que creció de tanto mirarlo
Las brisas que emanan desde la luna
En el pez que nació al caer la tarde
Cruzaremos pisando el fuego
Que se extendió en las crestas de los rayos.
Filonilo Catalina
Malú
Decir Malú es la forma correcta de cazar el primer
pájaro que anida la primavera
Y las mañanas
Son un pretexto que ha inventado el Sol para asomarse
a los ojos de Malú
Sólo para que se den una idea les diré:
Que Malú es la imagen de una flor empuñando otra flor
(o sea una flor al cuadrado)
Que Malú es una selva endulzando esta amarga
ciudad con sus repentinas aves
Que Malú tiene la distancia de todas las aves y que
todas las aves se apellidan Malú
Malú
Que Malú es el final de los ríos
Que Malú es la consecuencia de las lluvias
Que si Malú cierra los ojos / a mí / se me apaga el mundo
Malú:
Para explicar la estación que provocas en mi cuerpo
Diría que tienes la belleza de una escalera en un planeta lejano
O simplemente desataría mi corazón en plena calle
Malú:
Para invitarte a salir
Tendría que romper mi alcancía de flores
Malú, malú
Malú malú
Malú:
Si estuvieras esta tarde conmigo te diría
“flaca, este mundo que no alcanza lo podemos estirar en una cama”
Y tú
Me mirarías plantada en este mundo como un árbol extraño pero cálido
Malú
Si estuvieses esta tarde conmigo No tendrías
más remedio que abrazarme
Abrazarme hasta encontrarte
Decir Malú es la forma correcta de cazar el primer
pájaro que anida la primavera
Y las mañanas
Son un pretexto que ha inventado el Sol para asomarse
a los ojos de Malú
Sólo para que se den una idea les diré:
Que Malú es la imagen de una flor empuñando otra flor
(o sea una flor al cuadrado)
Que Malú es una selva endulzando esta amarga
ciudad con sus repentinas aves
Que Malú tiene la distancia de todas las aves y que
todas las aves se apellidan Malú
Malú
Que Malú es el final de los ríos
Que Malú es la consecuencia de las lluvias
Que si Malú cierra los ojos / a mí / se me apaga el mundo
Malú:
Para explicar la estación que provocas en mi cuerpo
Diría que tienes la belleza de una escalera en un planeta lejano
O simplemente desataría mi corazón en plena calle
Malú:
Para invitarte a salir
Tendría que romper mi alcancía de flores
Malú, malú
Malú malú
Malú:
Si estuvieras esta tarde conmigo te diría
“flaca, este mundo que no alcanza lo podemos estirar en una cama”
Y tú
Me mirarías plantada en este mundo como un árbol extraño pero cálido
Malú
Si estuvieses esta tarde conmigo No tendrías
más remedio que abrazarme
Abrazarme hasta encontrarte
José Luis Velásquez
I
La tristeza envía sus saludos
dos niñas sacan el agua de sus ojos
y
dicen…
que las sonrisas aplauden cuando llora
la vida ha quedado ciega
mírame
el
cielo
cae
desde un mirador
la luna
se echa
a rodar
mírame,
hoy no puedo ver tu rostro
He decidido inventar tu rostro, dibujar tu sonrisa y darte un nombre que suene a canto, he decidido besar la mejilla de tu sombra, por no saber tu nombre, he preguntado por ti a los pétalos de una rosa.
La tristeza envía sus saludos
dos niñas sacan el agua de sus ojos
y
dicen…
que las sonrisas aplauden cuando llora
la vida ha quedado ciega
mírame
el
cielo
cae
desde un mirador
la luna
se echa
a rodar
mírame,
hoy no puedo ver tu rostro
He decidido inventar tu rostro, dibujar tu sonrisa y darte un nombre que suene a canto, he decidido besar la mejilla de tu sombra, por no saber tu nombre, he preguntado por ti a los pétalos de una rosa.
Glinio Cruz
I
A veces la lluvia
se esconde en tus ojos
y a mí
se me olvida
que tu dibujaste
la primera sonrisa
pero es viernes
y mi corazón caerá
como una alcancía de rosas
que tus manos no tomaron.
II
Tus ojos no anidan mis sueños
pero mis sueños están en tus ojos.
El verso es
un lienzo que extraña tu imagen
Y e l v i e n t o
un juego de golondrinas
que la tarde ha inventado
para peinar tus cabellos.
Sé
que las mariposas
han copiado la danza de tus manos
y sé también
que esas manos
son veleros que bosquejan la distancia.
Bladimiro Centeno
Aguardando la noche
La noche ha guardado la tierra ocultando todos los caminos. Mis ojos apenas avistan las laderas del río, el comienzo de la pampa Toro Viviente y la lomada por donde un jinete nocturno sube tanteando los atajos que utilizaba el querido de mis noches. Llevará buen rumbo, porque los caballos tienen buena vista en las oscuridades como está. Lo digo como jineteadora que he sido de soltera, que subía al botadero del ganado con el primer canto del gallo y retornaba con el último rebuzno de los burros, sin que perdiera nunca el recorrido.
Esos tiempos y esas correrías bajo la luna no volvieron conmigo. Después de mi casamiento con Miguel Herrera, en la ramada más grande que se haya construido en la estancia, bendecido por el cura traído desde la capital de la provincia, el mundo sólo me ha ofrecido penas y penas. Y son esas penas las que me tienen sentada aquí fuera, en este poyo cubierto de pasto húmedo que se entibia con el apoyo de mi cuerpo, prolongando vanamente la costumbre de aguardar a Rodrigo que ya no anda por este mundo, y nomás viene ahora el viento frío del lago a tocarme la cara, las manos, las piernas y a mover mis enaguas.
Cuando Miguel empezó a rondarme, ya tenía los ojos abiertos al mundo, las ilusiones confundían los entendimientos y un hormigueo en el cuerpo me hacía mover las polleras arriba y arriba, y más arriba todavía cuando lo descubría atisbándome de alguna parte, alumbrándome con un espejo desde un monte y no atendía a las recomendaciones de mamá que decía: "Ten cuidado mi hijita, amárrate bien las fajas, que los hombres de estos tiempos están paridos por el viento y llevados por él mismo adonde los taitas no mandan".
No niego que estuve de lo más contenta con el casamiento, que eché los tragos pensando en los hijos que vendrían pronto, en la casa recientemente techada para nosotros solos. Y aunque la primera noche pasáramos agotados por la fiesta, apenas entrecruzados los pies y las manos, en los días venideros nos entreveramos totalmente desarrebujados, con más traveseos que en los días anteriores a la bendición (que estábamos habituados sólo a los arrimos afanosos en las hondonadas) y al poco tiempo ganamos dos hijos que fueron de vida.
Pero, esos contentamientos terminaron muy pronto. Un día los hombres volvieron a levantar la cabeza hacia el otro lado de las montañas, hacia donde dicen que las gentes cambian de piel como las culebras, ganan plata... y abandonaron las casas de la noche a la mañana. Y Miguel se fue con ellos, prometiéndome que volvería pronto: "Nada de arados- dijo al partir, tendremos tractor para roturar las tierras. Nada de adobes, levantaremos con bloquetas las nuevas casas..." y lo creí como una tonta.
Claro que su ausencia no se sintió al momento. Cada fin de semana iba a sentarme al paradero de la carretera, recibía los encargos que llegaban con unas comerciantes y retornaba a la casa abrigando la esperanza de que lo tendría pronto a mi lado. Por eso visitaba las capillas, subía a los montes sagrados, pidiendo a Dios le guiara en el camino, a la Pachamama le diera ánimos de volver pronto, y vivía contenta viendo jugar a mis hijos en los recodos del río.
Pero una mañana llegó un encargo doloroso hasta la casa: Miguel, como si hubiera sido él quien los habría parido, me pedía que lo enviara a los hijos para que conocieran la ciudad y le hicieran compañía por un tiempo. Quedé confundida, no había visto en la estancia a nadie desprenderse de sus hijos. Y ningún padre cargaba a sus hijos a ninguna parte. Sin embargo, los envié con el dolor de mi corazón...
Luego la situación resultó peor. Las comerciantes dejaron de traerme más encargos, comenzaron a llegar a otros paraderos y a evitar mis conversaciones. Y comprendí que Miguel estaba olvidando a la mujer que le había ofrecido unos pechos apenas abultados, que me estaba condenando a vivir sola en esta parte del mundo, acompañada únicamente por la bullanga de ese río, sin atinar otro merecimiento que rondar como una descabezada por las tapias que guardan esta casa.
Pero no iba a resignarme a ese descubrimiento, entendí que una trae el cuerpo al mundo para darse alivios, que la vida no se ha hecho para esperar nada. Luego medí las cosas en su tamaño, tomé el camino prohibido a las casadas y me arrebujé con mantas y polleras de soltera. De ese modo las visitas a los poblados cercanos, a las ferias dominicales, a las fiestas patronales, se hicieron frecuentes.
Al principio temía cometer un desbarajuste, provocar habladurías entre la gente, propiciar mi deshonra. Pero cuando averigüé que Miguel convivía ya con otra mujer, que mis hijos esperaban una media hermana, perdí el cuidado a las murmuraciones y comencé a mostrar dientes, piernas y enaguas a colores.
Entonces conocí a varios hombres; conocí a Francisco que vivía solo en la quebrada y se interesaba más por sus quehaceres y no dejaba de llamarme "doña"; conocí a Pedro que no pasó más allá de algunos arrumacos porque temía a su mujer e hijos; y a un ganadero de la frontera que me aguardaba en los caminos con la única intención de levantarme las polleras y arrimarme en las peñas. Pero con todo, no me detuve, seguí dando cara a las circunstancias.
Luego cambiaron las cosas a mi favor, aunque no del todo alegre. Al otro lado del río, murió doña Elvira, la compañera de la escuela, que quitaba el alma a los más lisonjeros de la estancia. Habíamos tomado marido a igual tiempo, llegado a la misma estancia y tenido la misma cantidad de hijos. Y fui a velar su cuerpo, con el entendimiento de que uno se va de este mundo en cualquier momento, sin ninguna previsión.
Allí estaba Rodrigo, enrebozado de negro en torno al cajón recién claveteado, con los ojos humedecidos por la pena y abrazando a sus pequeños. En ningún momento había cruzado con él una palabra, por eso lo observaba atentamente, vigilaba sus movimientos, atendía a cada una de sus palabras y encontré gran valía en sus maneras que avivó en mí (un duelo no quita esas ocurrencias) las ganas de caer tarde o temprano en sus brazos.
Entonces abrí nuevas esperanzas, comencé a quererlo de verdad, rogarle en silencio a la difunta que no me ocasione problemas. En los meses que siguieron, dejé de lado las fiestas, las ferias y los paseos. Me dediqué con mayor interés a la siembra, al pastoreo y al cuidado de la casa. Y en todo momento miraba hacia el río, hacia la casa de la difunta y veía a Rodrigo sentado en su patio, arrumando la cebada o cuidando a sus menores.
Pasaron los meses de luto, Rodrigo estaba ya libre de su poncho negro y con frecuencia salía al camino. Al inicio no adiviné su destino, por eso comencé a seguirlo y llegué a saber que andaba de peón en la adobería de la escuela, donde se levantaba otra aula y empecé a rondar por los alrededores, por las callejas que conducen al sitio, con el pretexto de leñar ramas.
Comenzaron a sumarse rápidamente los encuentros con el paso de los días. Abandonaba la escuela antes del anochecer, caminaba lentamente por la calleja y me saludaba al pasar por el rastrojo "Cómo estamos doña", "Nos vaya bien doña", "Se hace muy tarde doña" y se iba loma arriba, sin adivinar mis pretensiones. No había que pensar mucho para saber que así no llegaría a ninguna parte y una tarde decidí aguardarlo dentro de la calleja, con la intención de encontrarlo de frente y rogarle que viniera a socorrerme con los trabajos de la casa, cada vez más apremiantes a causa de la ausencia del marido.
Y fue cuando abandonó la adobería, se vino a la casa a recoger las cosas del campo, a preparar los terrenos para los laboreos del año siguiente. Llegaba después de arrear sus animales, cuando el sol despuntaba el alba y se marchaba al sitio señalado, con el burro encaronado o con la yunta preparada para mover los suelos dormidos por años.
Pero no mostraba conmigo otro interés que el de amparar mi abandono. No miraba mis contoneos renovados por las pampas. Y pasaba los días pensando en cómo llamar su atención. A veces le caía con las polleras subidas como al descuido encima de mis rodillas, soltaba mis arrebujos hasta quedar en enaguas y el desviaba la vista hacia los costados o hablaba de Miguel como una maldición. Nunca pretendió quedarse hasta tarde. Apenas se adentraba el sol entre los cerros, arrimaba las herramientas en las tapias y se marchaba sin un brillo de deseo en los ojos, nomás preocupado en sus hijos. Volvía a llamarlo, pero siempre era lo mismo: fugarse antes del anochecer.
Y una tarde no resistí más el afligimiento en que me encontraba y lagrimeé largo rato en el interior del patio. No me percaté que Rodrigo había culminado el trabajo temprano y me observaba en silencio desde el portón. Cuando advertí su presencia, sin que me pidiera explicaciones, le avisé que Miguel andaba ya con otra mujer en la ciudad, que mis hijos despertaban a la vida apartados de su verdadera madre y fue cuando Rodrigo se compadeció de mí, compartiendo conmigo ese anisado que encontró en su saco.
Así cambiaron las cosas. Ahora me contaba historias para alegrarme, me quitaba los bultos de encima en las caminatas a las siembras y se quedaba hasta un poco más tarde en la casa. Y recuerdo ese día que lo llevé a un terreno lejano, un terreno bastante ancho que costó todo un día de trabajo y retornamos a la estancia muy noche: esto y más los contratiempos que provoqué le impidió que se marchara antes de la Mala Hora. Y como estaba decidida a no dejarlo escapar por nada del mundo, le comenté sobre los "aparecidos que tiran al río", de los "serenos del demonio" sueltos en las noches y conseguí que no se marchara.
–Me quedaré en algún rincón de la cocina– dijo.
Luego nos adentramos a la casa, donde empecé a preparar los alimentos. Lo hacía mientras hablábamos sobre las cosas de la vida que nos hacían reír unas veces y entrar en maledicencias otras veces. Cuando serví la comida, noté que íbamos ganando mayor confianza, que su cabeza se inclinaba constantemente hacia mi lado, que entre nosotros nacía una complicidad que no podía comprenderse sino de una sola manera. Entonces entendí que había llegado el momento.
Le dije que después de tantas ayudas merecía una gran consideración, que no era dable que durmiera dondequiera, que debía descansar en la cama del dormitorio que nadie ocupaba desde que se fue Miguel. Pero respondió que no aceptaba el hecho de quedarse de noche en una casa donde vivía sola una mujer casada, menos dormir en una cama de esposos e iniciamos una conversación que concluyó en un juego de forcejeos que me permitió guiarlo hacia el dormitorio.
De pronto, cuando abría la puerta, como recién encendido el entendimiento, me rodeó con los brazos, murmurando en los oídos que lo tenía entre apuro y apuro desde hacía buen tiempo, que había visto mis contoneos mientras caminaba por las pampas, que lo había dejado varias veces sin aliento con mis desarrebujos y alcancé su consentimiento.
Me arrumé a su cuerpo con esas calenturas que ya me ganaban, con esa humedad que no se dejaba esperar más en mi entrepierna y entramos juntos adentro, caímos sobre la cama de madera y nos revolcamos con las ganas guardadas de tanto tiempo arrancando tantos crujidos a las maderas. Así pasamos toda la noche, olvidándonos del tiempo, hasta que la claridad de la madrugada penetró por las hendiduras de la puerta y me sentí feliz, vuelta a nacer, mujer de Rodrigo, que le pese a Miguel Herrera, mientras, él se incorporaba presuroso, se vestía como un enamorado sorprendido y se fue sigiloso entre la bullanga de la aves, no sin antes de tocarme una vez más ese punto que me exige tantos sacrificios.
Así comenzaron estas esperas, aquí fuera, en este poyo, que se prolonga hasta esta noche. Apenas se asomaba por los avenales, ya sentía el calor de sus brazos, la fuerza de sus deseos, que me sumían en grandes calenturas, y corría a recibirlo, abrazarlo, mientras él deseaba en voz alta que Miguel me olvidara para siempre y no me molestaba que dijera eso, porque ahora más que nunca sabía encontrar la felicidad en otra parte.
Después me avisó que andaría en negocios, que vendió un toro para comprar un bote con el que haría viajes a Bolivia y se fue a las andanadas. Pero no perdió la constancia, me traía ofrecimientos en cada retorno, mayormente en ropas para que mudara mis indumentos en su presencia (las mañas que tenía) contemplara mis ancas todavía bien redondas con el trabajo de las tierras. Cuando no los aceptaba (no estaban mis manos quebradas para no procurármelos por mí misma) me obligaba a tomarlos. Y yo me llenaba de contentamiento día tras día y no se me ocurría que en algún momento el destino me colmaría de otro infortunio y enmudecería otra vez mi vida.
Veía el bote perderse en el lago dos veces por semana. Izaba la vela con el atardecer y retornaba al día siguiente. Pero una noche mis sueños se convirtieron en pesadillas, un peñasco cayó sobre el rostro de Rodrigo, un hilo de sangre incesante comenzó a manar de mis labios y me levanté sobresaltada. El sol estaba arriba y Rodrigo no había venido a visitar como acostumbraba hacerlo después de cada viaje. Corrí hacia la loma para avistar desde ella la orilla del lago, pero antes de que alcanzara la cima, me crucé en el camino con unos pescadores que me avisaron que por la mañana descubrieron el cuerpo de Rodrigo, muerto en el bote...
Perdí todos los atinos, me arranqué los cabellos desesperada y eché maldiciones al mundo. Luego busqué a sus hijos, los llevé para que dieran un último abrazo a su padre. Y cuando llegamos al lago, la gente rodeaba el cuerpo sin vida de Rodrigo, que yacía sobre la arena, un cuerpo que no parecía de Rodrigo (o no quería que se pareciera), que hacía murmurar a unos, gimotear a otros, y me eché sobre él, sacudiéndole las solapas como para despertarlo, sin importar lo que dijeran.
Nadie conocía los detalles de su muerte, todos creyeron que fue un ladrón de redes, pero yo descubrí una hebilla de correa en el tablado y supe quién lo había matado, por qué lo había hecho. Pero no podía delatarlo, estaban de por medio mis hijos, aquellos pequeños que salieron de mi cuerpo y querrían volver a verme algún día. Por eso busqué otras maneras de vengarlo, eché fuego a la casa de los padres de Miguel, llevé sus ropas al Monte del Diablo y mantuve esta costumbre de aguardar las noches, aunque los hijos de Rodrigo (que se vinieron a mi casa) exigen que me duerma temprano.
Ahora han pasado los días, las noches son menos hondas y nuevos entendimientos aligeran mis penas. No puedo continuar con esta usanza, ofreciendo el cuerpo a tanta soledad. No sirve que me resigne al abandono, que continúe mucho con el recuerdo de Rodrigo. En vano mi perro se pasea olfateando los avenales, los corrales por donde lo encontraba vigilando mis quehaceres, mis polleras levantadas al recoger las bostas y mis interiores cuando me mudaba las ropas. ¡A levantarse pues! Que Dios guarde a Rodrigo y yo me ocupo de sus hijos. Me daré una vuelta por las tapias y me adentraré a dormir, antes que esta llovizna empeore o moje mis enaguas y despierte a los chicos con la humedad. Es hora de ver la vida de otro modo, hora de pararse como una mujer y conseguir ánimos para mañana que será otro día.
La noche ha guardado la tierra ocultando todos los caminos. Mis ojos apenas avistan las laderas del río, el comienzo de la pampa Toro Viviente y la lomada por donde un jinete nocturno sube tanteando los atajos que utilizaba el querido de mis noches. Llevará buen rumbo, porque los caballos tienen buena vista en las oscuridades como está. Lo digo como jineteadora que he sido de soltera, que subía al botadero del ganado con el primer canto del gallo y retornaba con el último rebuzno de los burros, sin que perdiera nunca el recorrido.
Esos tiempos y esas correrías bajo la luna no volvieron conmigo. Después de mi casamiento con Miguel Herrera, en la ramada más grande que se haya construido en la estancia, bendecido por el cura traído desde la capital de la provincia, el mundo sólo me ha ofrecido penas y penas. Y son esas penas las que me tienen sentada aquí fuera, en este poyo cubierto de pasto húmedo que se entibia con el apoyo de mi cuerpo, prolongando vanamente la costumbre de aguardar a Rodrigo que ya no anda por este mundo, y nomás viene ahora el viento frío del lago a tocarme la cara, las manos, las piernas y a mover mis enaguas.
Cuando Miguel empezó a rondarme, ya tenía los ojos abiertos al mundo, las ilusiones confundían los entendimientos y un hormigueo en el cuerpo me hacía mover las polleras arriba y arriba, y más arriba todavía cuando lo descubría atisbándome de alguna parte, alumbrándome con un espejo desde un monte y no atendía a las recomendaciones de mamá que decía: "Ten cuidado mi hijita, amárrate bien las fajas, que los hombres de estos tiempos están paridos por el viento y llevados por él mismo adonde los taitas no mandan".
No niego que estuve de lo más contenta con el casamiento, que eché los tragos pensando en los hijos que vendrían pronto, en la casa recientemente techada para nosotros solos. Y aunque la primera noche pasáramos agotados por la fiesta, apenas entrecruzados los pies y las manos, en los días venideros nos entreveramos totalmente desarrebujados, con más traveseos que en los días anteriores a la bendición (que estábamos habituados sólo a los arrimos afanosos en las hondonadas) y al poco tiempo ganamos dos hijos que fueron de vida.
Pero, esos contentamientos terminaron muy pronto. Un día los hombres volvieron a levantar la cabeza hacia el otro lado de las montañas, hacia donde dicen que las gentes cambian de piel como las culebras, ganan plata... y abandonaron las casas de la noche a la mañana. Y Miguel se fue con ellos, prometiéndome que volvería pronto: "Nada de arados- dijo al partir, tendremos tractor para roturar las tierras. Nada de adobes, levantaremos con bloquetas las nuevas casas..." y lo creí como una tonta.
Claro que su ausencia no se sintió al momento. Cada fin de semana iba a sentarme al paradero de la carretera, recibía los encargos que llegaban con unas comerciantes y retornaba a la casa abrigando la esperanza de que lo tendría pronto a mi lado. Por eso visitaba las capillas, subía a los montes sagrados, pidiendo a Dios le guiara en el camino, a la Pachamama le diera ánimos de volver pronto, y vivía contenta viendo jugar a mis hijos en los recodos del río.
Pero una mañana llegó un encargo doloroso hasta la casa: Miguel, como si hubiera sido él quien los habría parido, me pedía que lo enviara a los hijos para que conocieran la ciudad y le hicieran compañía por un tiempo. Quedé confundida, no había visto en la estancia a nadie desprenderse de sus hijos. Y ningún padre cargaba a sus hijos a ninguna parte. Sin embargo, los envié con el dolor de mi corazón...
Luego la situación resultó peor. Las comerciantes dejaron de traerme más encargos, comenzaron a llegar a otros paraderos y a evitar mis conversaciones. Y comprendí que Miguel estaba olvidando a la mujer que le había ofrecido unos pechos apenas abultados, que me estaba condenando a vivir sola en esta parte del mundo, acompañada únicamente por la bullanga de ese río, sin atinar otro merecimiento que rondar como una descabezada por las tapias que guardan esta casa.
Pero no iba a resignarme a ese descubrimiento, entendí que una trae el cuerpo al mundo para darse alivios, que la vida no se ha hecho para esperar nada. Luego medí las cosas en su tamaño, tomé el camino prohibido a las casadas y me arrebujé con mantas y polleras de soltera. De ese modo las visitas a los poblados cercanos, a las ferias dominicales, a las fiestas patronales, se hicieron frecuentes.
Al principio temía cometer un desbarajuste, provocar habladurías entre la gente, propiciar mi deshonra. Pero cuando averigüé que Miguel convivía ya con otra mujer, que mis hijos esperaban una media hermana, perdí el cuidado a las murmuraciones y comencé a mostrar dientes, piernas y enaguas a colores.
Entonces conocí a varios hombres; conocí a Francisco que vivía solo en la quebrada y se interesaba más por sus quehaceres y no dejaba de llamarme "doña"; conocí a Pedro que no pasó más allá de algunos arrumacos porque temía a su mujer e hijos; y a un ganadero de la frontera que me aguardaba en los caminos con la única intención de levantarme las polleras y arrimarme en las peñas. Pero con todo, no me detuve, seguí dando cara a las circunstancias.
Luego cambiaron las cosas a mi favor, aunque no del todo alegre. Al otro lado del río, murió doña Elvira, la compañera de la escuela, que quitaba el alma a los más lisonjeros de la estancia. Habíamos tomado marido a igual tiempo, llegado a la misma estancia y tenido la misma cantidad de hijos. Y fui a velar su cuerpo, con el entendimiento de que uno se va de este mundo en cualquier momento, sin ninguna previsión.
Allí estaba Rodrigo, enrebozado de negro en torno al cajón recién claveteado, con los ojos humedecidos por la pena y abrazando a sus pequeños. En ningún momento había cruzado con él una palabra, por eso lo observaba atentamente, vigilaba sus movimientos, atendía a cada una de sus palabras y encontré gran valía en sus maneras que avivó en mí (un duelo no quita esas ocurrencias) las ganas de caer tarde o temprano en sus brazos.
Entonces abrí nuevas esperanzas, comencé a quererlo de verdad, rogarle en silencio a la difunta que no me ocasione problemas. En los meses que siguieron, dejé de lado las fiestas, las ferias y los paseos. Me dediqué con mayor interés a la siembra, al pastoreo y al cuidado de la casa. Y en todo momento miraba hacia el río, hacia la casa de la difunta y veía a Rodrigo sentado en su patio, arrumando la cebada o cuidando a sus menores.
Pasaron los meses de luto, Rodrigo estaba ya libre de su poncho negro y con frecuencia salía al camino. Al inicio no adiviné su destino, por eso comencé a seguirlo y llegué a saber que andaba de peón en la adobería de la escuela, donde se levantaba otra aula y empecé a rondar por los alrededores, por las callejas que conducen al sitio, con el pretexto de leñar ramas.
Comenzaron a sumarse rápidamente los encuentros con el paso de los días. Abandonaba la escuela antes del anochecer, caminaba lentamente por la calleja y me saludaba al pasar por el rastrojo "Cómo estamos doña", "Nos vaya bien doña", "Se hace muy tarde doña" y se iba loma arriba, sin adivinar mis pretensiones. No había que pensar mucho para saber que así no llegaría a ninguna parte y una tarde decidí aguardarlo dentro de la calleja, con la intención de encontrarlo de frente y rogarle que viniera a socorrerme con los trabajos de la casa, cada vez más apremiantes a causa de la ausencia del marido.
Y fue cuando abandonó la adobería, se vino a la casa a recoger las cosas del campo, a preparar los terrenos para los laboreos del año siguiente. Llegaba después de arrear sus animales, cuando el sol despuntaba el alba y se marchaba al sitio señalado, con el burro encaronado o con la yunta preparada para mover los suelos dormidos por años.
Pero no mostraba conmigo otro interés que el de amparar mi abandono. No miraba mis contoneos renovados por las pampas. Y pasaba los días pensando en cómo llamar su atención. A veces le caía con las polleras subidas como al descuido encima de mis rodillas, soltaba mis arrebujos hasta quedar en enaguas y el desviaba la vista hacia los costados o hablaba de Miguel como una maldición. Nunca pretendió quedarse hasta tarde. Apenas se adentraba el sol entre los cerros, arrimaba las herramientas en las tapias y se marchaba sin un brillo de deseo en los ojos, nomás preocupado en sus hijos. Volvía a llamarlo, pero siempre era lo mismo: fugarse antes del anochecer.
Y una tarde no resistí más el afligimiento en que me encontraba y lagrimeé largo rato en el interior del patio. No me percaté que Rodrigo había culminado el trabajo temprano y me observaba en silencio desde el portón. Cuando advertí su presencia, sin que me pidiera explicaciones, le avisé que Miguel andaba ya con otra mujer en la ciudad, que mis hijos despertaban a la vida apartados de su verdadera madre y fue cuando Rodrigo se compadeció de mí, compartiendo conmigo ese anisado que encontró en su saco.
Así cambiaron las cosas. Ahora me contaba historias para alegrarme, me quitaba los bultos de encima en las caminatas a las siembras y se quedaba hasta un poco más tarde en la casa. Y recuerdo ese día que lo llevé a un terreno lejano, un terreno bastante ancho que costó todo un día de trabajo y retornamos a la estancia muy noche: esto y más los contratiempos que provoqué le impidió que se marchara antes de la Mala Hora. Y como estaba decidida a no dejarlo escapar por nada del mundo, le comenté sobre los "aparecidos que tiran al río", de los "serenos del demonio" sueltos en las noches y conseguí que no se marchara.
–Me quedaré en algún rincón de la cocina– dijo.
Luego nos adentramos a la casa, donde empecé a preparar los alimentos. Lo hacía mientras hablábamos sobre las cosas de la vida que nos hacían reír unas veces y entrar en maledicencias otras veces. Cuando serví la comida, noté que íbamos ganando mayor confianza, que su cabeza se inclinaba constantemente hacia mi lado, que entre nosotros nacía una complicidad que no podía comprenderse sino de una sola manera. Entonces entendí que había llegado el momento.
Le dije que después de tantas ayudas merecía una gran consideración, que no era dable que durmiera dondequiera, que debía descansar en la cama del dormitorio que nadie ocupaba desde que se fue Miguel. Pero respondió que no aceptaba el hecho de quedarse de noche en una casa donde vivía sola una mujer casada, menos dormir en una cama de esposos e iniciamos una conversación que concluyó en un juego de forcejeos que me permitió guiarlo hacia el dormitorio.
De pronto, cuando abría la puerta, como recién encendido el entendimiento, me rodeó con los brazos, murmurando en los oídos que lo tenía entre apuro y apuro desde hacía buen tiempo, que había visto mis contoneos mientras caminaba por las pampas, que lo había dejado varias veces sin aliento con mis desarrebujos y alcancé su consentimiento.
Me arrumé a su cuerpo con esas calenturas que ya me ganaban, con esa humedad que no se dejaba esperar más en mi entrepierna y entramos juntos adentro, caímos sobre la cama de madera y nos revolcamos con las ganas guardadas de tanto tiempo arrancando tantos crujidos a las maderas. Así pasamos toda la noche, olvidándonos del tiempo, hasta que la claridad de la madrugada penetró por las hendiduras de la puerta y me sentí feliz, vuelta a nacer, mujer de Rodrigo, que le pese a Miguel Herrera, mientras, él se incorporaba presuroso, se vestía como un enamorado sorprendido y se fue sigiloso entre la bullanga de la aves, no sin antes de tocarme una vez más ese punto que me exige tantos sacrificios.
Así comenzaron estas esperas, aquí fuera, en este poyo, que se prolonga hasta esta noche. Apenas se asomaba por los avenales, ya sentía el calor de sus brazos, la fuerza de sus deseos, que me sumían en grandes calenturas, y corría a recibirlo, abrazarlo, mientras él deseaba en voz alta que Miguel me olvidara para siempre y no me molestaba que dijera eso, porque ahora más que nunca sabía encontrar la felicidad en otra parte.
Después me avisó que andaría en negocios, que vendió un toro para comprar un bote con el que haría viajes a Bolivia y se fue a las andanadas. Pero no perdió la constancia, me traía ofrecimientos en cada retorno, mayormente en ropas para que mudara mis indumentos en su presencia (las mañas que tenía) contemplara mis ancas todavía bien redondas con el trabajo de las tierras. Cuando no los aceptaba (no estaban mis manos quebradas para no procurármelos por mí misma) me obligaba a tomarlos. Y yo me llenaba de contentamiento día tras día y no se me ocurría que en algún momento el destino me colmaría de otro infortunio y enmudecería otra vez mi vida.
Veía el bote perderse en el lago dos veces por semana. Izaba la vela con el atardecer y retornaba al día siguiente. Pero una noche mis sueños se convirtieron en pesadillas, un peñasco cayó sobre el rostro de Rodrigo, un hilo de sangre incesante comenzó a manar de mis labios y me levanté sobresaltada. El sol estaba arriba y Rodrigo no había venido a visitar como acostumbraba hacerlo después de cada viaje. Corrí hacia la loma para avistar desde ella la orilla del lago, pero antes de que alcanzara la cima, me crucé en el camino con unos pescadores que me avisaron que por la mañana descubrieron el cuerpo de Rodrigo, muerto en el bote...
Perdí todos los atinos, me arranqué los cabellos desesperada y eché maldiciones al mundo. Luego busqué a sus hijos, los llevé para que dieran un último abrazo a su padre. Y cuando llegamos al lago, la gente rodeaba el cuerpo sin vida de Rodrigo, que yacía sobre la arena, un cuerpo que no parecía de Rodrigo (o no quería que se pareciera), que hacía murmurar a unos, gimotear a otros, y me eché sobre él, sacudiéndole las solapas como para despertarlo, sin importar lo que dijeran.
Nadie conocía los detalles de su muerte, todos creyeron que fue un ladrón de redes, pero yo descubrí una hebilla de correa en el tablado y supe quién lo había matado, por qué lo había hecho. Pero no podía delatarlo, estaban de por medio mis hijos, aquellos pequeños que salieron de mi cuerpo y querrían volver a verme algún día. Por eso busqué otras maneras de vengarlo, eché fuego a la casa de los padres de Miguel, llevé sus ropas al Monte del Diablo y mantuve esta costumbre de aguardar las noches, aunque los hijos de Rodrigo (que se vinieron a mi casa) exigen que me duerma temprano.
Ahora han pasado los días, las noches son menos hondas y nuevos entendimientos aligeran mis penas. No puedo continuar con esta usanza, ofreciendo el cuerpo a tanta soledad. No sirve que me resigne al abandono, que continúe mucho con el recuerdo de Rodrigo. En vano mi perro se pasea olfateando los avenales, los corrales por donde lo encontraba vigilando mis quehaceres, mis polleras levantadas al recoger las bostas y mis interiores cuando me mudaba las ropas. ¡A levantarse pues! Que Dios guarde a Rodrigo y yo me ocupo de sus hijos. Me daré una vuelta por las tapias y me adentraré a dormir, antes que esta llovizna empeore o moje mis enaguas y despierte a los chicos con la humedad. Es hora de ver la vida de otro modo, hora de pararse como una mujer y conseguir ánimos para mañana que será otro día.
Edward Huamán
El beso de la muerte
Mientras el sol caminaba a media marcha devorando al cielo con su andar cadencioso, se detuvo frente a un quiosco de periódicos. Nunca leía cuando viajaba y hoy debía llegar a la capital de la provincia para entrevistarse con el dueño de una empresa que contrataría sus servicios. Llegó al paradero con paso tranquilo, cuasi lento, observando desordenadamente el diario que había adquirido. Un carro inició en ese instante su marcha, pensó: "Si me daba prisa y no compraba este diario ya estaría viajando". Ascendió en el vehículo que estaba próximo a salir y sentándose al lado del chofer se dijo a sí mismo: "Si ocurre un accidente sentado aquí, nunca quedaría paralítico. Me moriría instantáneamente sin sufrir". No tenía miedo a la muerte, pensaba que era el complemento de la vida, pero le perturbaba el pensamiento de verse sufriendo antes de morir, por eso, prefería una muerte rápida que suprima cualquier forma de agonía.
Mauricio calculó en su reloj la hora que llegaría a su destino. "Sólo unos minutos más", pensó aliviado. Cansado por el incómodo asiento y el tedioso viaje cerró los ojos unos momentos. Al abrirlos nuevamente, sus serenas pupilas se tornaron trágicas, el sol que le daba en la frente quemando su rostro desapareció ante la presencia de un camión que venía en dirección contraria. "Nos fuimos a la mierda", pensó en el último instante, antes que los vehículos chocaran brutalmente en un contacto seco y mortal.
Luego del accidente el mutismo de la tarde adormeció el lugar. La brisa emanaba cierto olorcito a gasolina y sangre. Sangre que manaba de los heridos. De los cuerpos sin vida de los pasajeros. Y que hacían brillar a las lunas de vidrio despedazadas y esparcidas en la tierra, como diamantes por el contacto con el sol enfermo, que miraba apenado la trágica escena.
Entre los restos de esos animales de fierro y hojalata Mauricio quiso pedir auxilio, pero no pudo. Ningún músculo de su cuerpo le obedecía. No podía mover los párpados que le pesaban como bloques de cemento. Se sentía extenuado, el pecho le dolía extremadamente y al parecer quería estallarle. Su cerebro fue invadido por una intranquilidad animal tanto que le costaba respirar el aire frígido del ambiente.
Se dio lástima de sí mismo. Estaba solo y esa soledad tan grave, tan penosa, le hablaba de su familia con el dolor que sentía su alma al pensar que nunca más vería a su grácil esposa, la que le apoyaba en todos los actos de la vida y su único hijo, niño alegre y vivaz a toda hora. Ambos se habían convertido en la alegría de su vida y por el amor que les tenía negó su situación pensando que en cualquier momento despertaría empapado en sudor, asustado por esa pesadilla. Suplicó al cielo, al infierno, pero nada cambió.
Su cuerpo permanecía recostado sobre el duro suelo, medio vivo, medio muerto. "No he debido comprar el diario, no debí demorarme antes de llegar al paradero. Todo ha sido por mi culpa". Se martirizaba hasta el delirio, pero con el transcurso del tiempo se dio cuenta que nada podía hacer. Era realidad lo que vivía, una realidad dolorosa y cruel, y aceptó que llenarse de remordimientos no cambiaría su situación, por lo que trató de serenarse.
Resignado a su nuevo estado pudo escuchar los latidos de su corazón que desaceleraba, movió alegre los párpados que ya no estaban pesados, y al abrir los ojos solamente observó las tinieblas de la ceguera. Esos instantes desconsoladores le sirvieron para agudizar su sensibilidad auditiva. Unos ruidos afuera de su cuerpo le llamaron la atención. "La policía, estoy salvado", pensó apresuradamente. No se equivocó, dos oficiales de la policía buscaban el dinero de los pasajeros, quedándose con todo lo que tenían mientras los documentos personales eran depositados en una bolsa negra para ubicar a los familiares con los datos que contenía. Inundado de ira maldijo a los miserables que aprovechaban del sufrimiento de sus semejantes para beneficiarse con el dolor ajeno. Hasta esa iracunda protesta mental no había sentido dolores físicos extremos, solamente las heridas de su cuerpo.
A pesar del martillo que golpeaba sus huesos tratando de abrir un agujero en su cavidad craneal y esclavo de esa terrible dolencia quiso escapar de la realidad para localizar y eliminar el dolor con su mente. No pudo, sólo vio una luz albina dentro de su cabeza que le habló telepáticamente con voz de trueno diciéndole que se levantara, que debía seguirlo. Mauricio, al escuchar esa orden le respondió que no iría con él. La voz atronadora le indicó que volvería, que él comprendería lo que ha ocurrido. La luz desapareció y nuevamente la magra obscuridad selló su visión y también su conciencia.
Las lágrimas de una mujer lo regresaron a la realidad alejándolo de la inconciencia. Era su esposa quien lloraba desconsolada sobre su pecho mientras lo animaba para que se aferre a la vida. Apenas recibió la llamada de la policía había ido al encuentro de su esposo.
Ya había transcurrido un día desde el accidente, cuando su querida Margot se dio cuenta que estaba en el hospital sin poder hablar, sin poder moverse, soportando la incertidumbre del momento, escuchando todo lo que a su alrededor sucedía como un helado soporta el sol del medio día. Minutos más tarde, el médico que lo atendió de emergencia le decía a su mujer: "Señora, debe prepararse para lo peor, ya no podemos hacer nada más por él". Tras escuchar las palabras del médico que lo desahuciaba, lloró amargamente como nunca lo había hecho en su vida, sin lágrimas.
"No puede ser, auscúlteme de nuevo doctor, no quiero morir". Gritó con todas sus fuerzas pero nadie lo escuchó. Solamente respondió a sus desgarradoras frases la luz albina que se presentó de nuevo y lo indujo a que lo siguiera. Mauricio volvió a negarse. Su negativa se inspiraba en la idea de que los ángeles del infierno se valían de esa luz para conducir a los espíritus sin cuerpo ante la presencia de su amo y señor, el ángel caído. Él tenía cuerpo, además tenía una familia a quien cuidar y no los abandonaría. La luz albina volvió a desaparecer, comprensible a ese pensamiento, llevándose consigo la conciencia de Mauricio nuevamente.
Despertó extrañado por la nueva condición de su cuerpo. La flaccidez que ostentaban sus músculos había mutado hasta cambiar a una rigidez extrema y duradera. Los dedos de sus pies y las palmas de sus manos se entumecieron tanto que se convirtieron en una masa muscular de hielo. Sentía el olor nauseabundo que salían de sus poros y los latidos de su corazón que sólo él percibía se fueron extinguiendo lentamente. "Estoy muerto creo, pero si he muerto, ¿por qué sigo pensando?". Cavilaba desconcertado, añorando los juegos con su hijo sobre el blando colchón de su cama matrimonial, donde soñaba plácidamente con la felicidad.
Ahora también su cuerpo reposaba sobre un colchoncito, el suave colchoncito del ataúd. Se veía hermoso en su mortaja, más que nunca, con los algodones asomando por su boca, sus fosas nasales y oídos. Acompañado por una capilla ardiente que lo protegía de los malos espíritus y a la vez le producía calor, tanto que empapó su camisa blanca de sudor. Se veía elegante con su traje negro y la corbata guinda de siempre, prendas que se habían convertido con el tiempo, en sus cómplices cada vez que participaba en un acto importante de su vida.
Sus familiares y amigos velaban su cuerpo observando por el vidrio del ataúd su rostro sereno; calmo mientras suplicaban a Dios por su alma. Al mismo tiempo a Mauricio que no los olvide intercediendo por ellos ante el Supremo. "Si supieran que sigo aquí, ¿se sentirían defraudados?". Pensaba irónicamente, aun en su triste condición se complació observando a sus conocidos, quienes creían que había muerto.
Cuando la noche se iba y era casi de día, un calor tropical invadió el ambiente donde reposaba, movió mentalmente la cabeza y el dolor lo volvió a perturbar. Pero más le inquietaba la presencia de innumerables mosquitos que volaban a su alrededor construyendo en su cuerpo una nueva morada donde vivir. Se reproducían rápidamente como los pequeños arácnidos que recorrían su piel, buscando nuevos caminos y albergue para sus huevos. La idea de ver a más de esos animalitos pasear por su cuerpo lo atormentaba sin medida. "Prefiero la muerte a esto", pensó inquieto. Pero la luz no apareció.
El medio día tranquilizó sus gastados nervios. Acompañado de su cadáver permaneció en vigilia absorbiendo la podredumbre de olores que manaban de sus vísceras huecas. La comitiva de entierro, conformaba por parientes y amigos, lo trasladaban con parsimonia y elegancia, iban en silencio orando por su alma, mientras él a cada paso que daban sus conductores se estremecía pensando. "¿Por qué recobro mis sentidos? ¿Será que estoy volviendo a la vida y nadie se da cuenta?". Trató de patear, rasgar la madera. Gritar para que alguien lo escuche, pero solamente provocó que se desacomodaran sus dolientes músculos de la posición que le dieron sus familiares antes de cerrar su vestido de madera.
Cuando la comitiva llegó hasta el nicho donde reposaría el férretro, distintos personajes ofrecieron discursos en su memoria. Ensalzaron cualidades que no había tenido y otros negaron sus defectos. Una vez que el silencio se apoderó del campo santo, las muestras de dolor de sus padres, de su esposa, quien miraba con ojos desorbitados, se hicieron sentir. Sólo su hijo se mantenía sereno, el pequeñito no entendía por qué su madrecita lloraba desesperada cuando introdujeron el cajón de madera a la losa de cemento, produciendo un sonido vulgar que estremeció el ánimo de todos los presentes. Sellado el nicho, todos fueron a brindar su muerte deseándole lo mejor en su nueva vida.
Acongojado y solo quedó Mauricio, con ese olor nauseabundo del féretro, con los mosquitos que volaban a su alrededor, con los arácnidos que martirizaban sus carnes. "Ya no tiene sentido que permanezca aquí", se dijo sufriente y rogó a la muerte para que le dé alcance. Esta vez, la luz albina fue rápidamente a su encuentro y la misma voz habló, diciéndole que se iban a ir, ya que nada había conseguido permaneciendo junto a su cuerpo. Solamente había prolongado la agonía de su ser.
Mauricio le indicó que podía llevarlo donde ella deseara, que estaba preparado y se levantó, dejando a su cuerpo inerte sin vida en esa obscura morada, donde descansaría para siempre su figura humana. Se acercó a sus seres queridos y con el beso de la muerte se despidió de ellos. Humildemente se internó en la luz y ascendió con ella por los aires, ignorando dónde sería conducido por el resplandor que encerraba en cristales de alabastro todas las imágenes de su existencia.
Mientras el sol caminaba a media marcha devorando al cielo con su andar cadencioso, se detuvo frente a un quiosco de periódicos. Nunca leía cuando viajaba y hoy debía llegar a la capital de la provincia para entrevistarse con el dueño de una empresa que contrataría sus servicios. Llegó al paradero con paso tranquilo, cuasi lento, observando desordenadamente el diario que había adquirido. Un carro inició en ese instante su marcha, pensó: "Si me daba prisa y no compraba este diario ya estaría viajando". Ascendió en el vehículo que estaba próximo a salir y sentándose al lado del chofer se dijo a sí mismo: "Si ocurre un accidente sentado aquí, nunca quedaría paralítico. Me moriría instantáneamente sin sufrir". No tenía miedo a la muerte, pensaba que era el complemento de la vida, pero le perturbaba el pensamiento de verse sufriendo antes de morir, por eso, prefería una muerte rápida que suprima cualquier forma de agonía.
Mauricio calculó en su reloj la hora que llegaría a su destino. "Sólo unos minutos más", pensó aliviado. Cansado por el incómodo asiento y el tedioso viaje cerró los ojos unos momentos. Al abrirlos nuevamente, sus serenas pupilas se tornaron trágicas, el sol que le daba en la frente quemando su rostro desapareció ante la presencia de un camión que venía en dirección contraria. "Nos fuimos a la mierda", pensó en el último instante, antes que los vehículos chocaran brutalmente en un contacto seco y mortal.
Luego del accidente el mutismo de la tarde adormeció el lugar. La brisa emanaba cierto olorcito a gasolina y sangre. Sangre que manaba de los heridos. De los cuerpos sin vida de los pasajeros. Y que hacían brillar a las lunas de vidrio despedazadas y esparcidas en la tierra, como diamantes por el contacto con el sol enfermo, que miraba apenado la trágica escena.
Entre los restos de esos animales de fierro y hojalata Mauricio quiso pedir auxilio, pero no pudo. Ningún músculo de su cuerpo le obedecía. No podía mover los párpados que le pesaban como bloques de cemento. Se sentía extenuado, el pecho le dolía extremadamente y al parecer quería estallarle. Su cerebro fue invadido por una intranquilidad animal tanto que le costaba respirar el aire frígido del ambiente.
Se dio lástima de sí mismo. Estaba solo y esa soledad tan grave, tan penosa, le hablaba de su familia con el dolor que sentía su alma al pensar que nunca más vería a su grácil esposa, la que le apoyaba en todos los actos de la vida y su único hijo, niño alegre y vivaz a toda hora. Ambos se habían convertido en la alegría de su vida y por el amor que les tenía negó su situación pensando que en cualquier momento despertaría empapado en sudor, asustado por esa pesadilla. Suplicó al cielo, al infierno, pero nada cambió.
Su cuerpo permanecía recostado sobre el duro suelo, medio vivo, medio muerto. "No he debido comprar el diario, no debí demorarme antes de llegar al paradero. Todo ha sido por mi culpa". Se martirizaba hasta el delirio, pero con el transcurso del tiempo se dio cuenta que nada podía hacer. Era realidad lo que vivía, una realidad dolorosa y cruel, y aceptó que llenarse de remordimientos no cambiaría su situación, por lo que trató de serenarse.
Resignado a su nuevo estado pudo escuchar los latidos de su corazón que desaceleraba, movió alegre los párpados que ya no estaban pesados, y al abrir los ojos solamente observó las tinieblas de la ceguera. Esos instantes desconsoladores le sirvieron para agudizar su sensibilidad auditiva. Unos ruidos afuera de su cuerpo le llamaron la atención. "La policía, estoy salvado", pensó apresuradamente. No se equivocó, dos oficiales de la policía buscaban el dinero de los pasajeros, quedándose con todo lo que tenían mientras los documentos personales eran depositados en una bolsa negra para ubicar a los familiares con los datos que contenía. Inundado de ira maldijo a los miserables que aprovechaban del sufrimiento de sus semejantes para beneficiarse con el dolor ajeno. Hasta esa iracunda protesta mental no había sentido dolores físicos extremos, solamente las heridas de su cuerpo.
A pesar del martillo que golpeaba sus huesos tratando de abrir un agujero en su cavidad craneal y esclavo de esa terrible dolencia quiso escapar de la realidad para localizar y eliminar el dolor con su mente. No pudo, sólo vio una luz albina dentro de su cabeza que le habló telepáticamente con voz de trueno diciéndole que se levantara, que debía seguirlo. Mauricio, al escuchar esa orden le respondió que no iría con él. La voz atronadora le indicó que volvería, que él comprendería lo que ha ocurrido. La luz desapareció y nuevamente la magra obscuridad selló su visión y también su conciencia.
Las lágrimas de una mujer lo regresaron a la realidad alejándolo de la inconciencia. Era su esposa quien lloraba desconsolada sobre su pecho mientras lo animaba para que se aferre a la vida. Apenas recibió la llamada de la policía había ido al encuentro de su esposo.
Ya había transcurrido un día desde el accidente, cuando su querida Margot se dio cuenta que estaba en el hospital sin poder hablar, sin poder moverse, soportando la incertidumbre del momento, escuchando todo lo que a su alrededor sucedía como un helado soporta el sol del medio día. Minutos más tarde, el médico que lo atendió de emergencia le decía a su mujer: "Señora, debe prepararse para lo peor, ya no podemos hacer nada más por él". Tras escuchar las palabras del médico que lo desahuciaba, lloró amargamente como nunca lo había hecho en su vida, sin lágrimas.
"No puede ser, auscúlteme de nuevo doctor, no quiero morir". Gritó con todas sus fuerzas pero nadie lo escuchó. Solamente respondió a sus desgarradoras frases la luz albina que se presentó de nuevo y lo indujo a que lo siguiera. Mauricio volvió a negarse. Su negativa se inspiraba en la idea de que los ángeles del infierno se valían de esa luz para conducir a los espíritus sin cuerpo ante la presencia de su amo y señor, el ángel caído. Él tenía cuerpo, además tenía una familia a quien cuidar y no los abandonaría. La luz albina volvió a desaparecer, comprensible a ese pensamiento, llevándose consigo la conciencia de Mauricio nuevamente.
Despertó extrañado por la nueva condición de su cuerpo. La flaccidez que ostentaban sus músculos había mutado hasta cambiar a una rigidez extrema y duradera. Los dedos de sus pies y las palmas de sus manos se entumecieron tanto que se convirtieron en una masa muscular de hielo. Sentía el olor nauseabundo que salían de sus poros y los latidos de su corazón que sólo él percibía se fueron extinguiendo lentamente. "Estoy muerto creo, pero si he muerto, ¿por qué sigo pensando?". Cavilaba desconcertado, añorando los juegos con su hijo sobre el blando colchón de su cama matrimonial, donde soñaba plácidamente con la felicidad.
Ahora también su cuerpo reposaba sobre un colchoncito, el suave colchoncito del ataúd. Se veía hermoso en su mortaja, más que nunca, con los algodones asomando por su boca, sus fosas nasales y oídos. Acompañado por una capilla ardiente que lo protegía de los malos espíritus y a la vez le producía calor, tanto que empapó su camisa blanca de sudor. Se veía elegante con su traje negro y la corbata guinda de siempre, prendas que se habían convertido con el tiempo, en sus cómplices cada vez que participaba en un acto importante de su vida.
Sus familiares y amigos velaban su cuerpo observando por el vidrio del ataúd su rostro sereno; calmo mientras suplicaban a Dios por su alma. Al mismo tiempo a Mauricio que no los olvide intercediendo por ellos ante el Supremo. "Si supieran que sigo aquí, ¿se sentirían defraudados?". Pensaba irónicamente, aun en su triste condición se complació observando a sus conocidos, quienes creían que había muerto.
Cuando la noche se iba y era casi de día, un calor tropical invadió el ambiente donde reposaba, movió mentalmente la cabeza y el dolor lo volvió a perturbar. Pero más le inquietaba la presencia de innumerables mosquitos que volaban a su alrededor construyendo en su cuerpo una nueva morada donde vivir. Se reproducían rápidamente como los pequeños arácnidos que recorrían su piel, buscando nuevos caminos y albergue para sus huevos. La idea de ver a más de esos animalitos pasear por su cuerpo lo atormentaba sin medida. "Prefiero la muerte a esto", pensó inquieto. Pero la luz no apareció.
El medio día tranquilizó sus gastados nervios. Acompañado de su cadáver permaneció en vigilia absorbiendo la podredumbre de olores que manaban de sus vísceras huecas. La comitiva de entierro, conformaba por parientes y amigos, lo trasladaban con parsimonia y elegancia, iban en silencio orando por su alma, mientras él a cada paso que daban sus conductores se estremecía pensando. "¿Por qué recobro mis sentidos? ¿Será que estoy volviendo a la vida y nadie se da cuenta?". Trató de patear, rasgar la madera. Gritar para que alguien lo escuche, pero solamente provocó que se desacomodaran sus dolientes músculos de la posición que le dieron sus familiares antes de cerrar su vestido de madera.
Cuando la comitiva llegó hasta el nicho donde reposaría el férretro, distintos personajes ofrecieron discursos en su memoria. Ensalzaron cualidades que no había tenido y otros negaron sus defectos. Una vez que el silencio se apoderó del campo santo, las muestras de dolor de sus padres, de su esposa, quien miraba con ojos desorbitados, se hicieron sentir. Sólo su hijo se mantenía sereno, el pequeñito no entendía por qué su madrecita lloraba desesperada cuando introdujeron el cajón de madera a la losa de cemento, produciendo un sonido vulgar que estremeció el ánimo de todos los presentes. Sellado el nicho, todos fueron a brindar su muerte deseándole lo mejor en su nueva vida.
Acongojado y solo quedó Mauricio, con ese olor nauseabundo del féretro, con los mosquitos que volaban a su alrededor, con los arácnidos que martirizaban sus carnes. "Ya no tiene sentido que permanezca aquí", se dijo sufriente y rogó a la muerte para que le dé alcance. Esta vez, la luz albina fue rápidamente a su encuentro y la misma voz habló, diciéndole que se iban a ir, ya que nada había conseguido permaneciendo junto a su cuerpo. Solamente había prolongado la agonía de su ser.
Mauricio le indicó que podía llevarlo donde ella deseara, que estaba preparado y se levantó, dejando a su cuerpo inerte sin vida en esa obscura morada, donde descansaría para siempre su figura humana. Se acercó a sus seres queridos y con el beso de la muerte se despidió de ellos. Humildemente se internó en la luz y ascendió con ella por los aires, ignorando dónde sería conducido por el resplandor que encerraba en cristales de alabastro todas las imágenes de su existencia.
Christian Reynoso
Las manos
A las siete de la mañana del 23 de setiembre Charlie Fletcher, el más famoso armador de rompecabezas de Lago Grande, fue encontrado sobre una mesa del tercer piso de la Biblioteca Central. ¿Inconsciente? ¿Dormido? ¿Muerto? Nadie lo sabía.
El conserje, quien lo encontró, dijo haberlo visto por última vez, la noche anterior, una hora antes de cerrar las puertas de la biblioteca.
–Cuando lo vi –dijo–, Charlie Fletcher terminaba de armar un rompecabezas con figuras de caballos.
En efecto, a esa hora, Fletcher concluía el rompecabezas Número 125 (Siete caballos pura sangre en frenético galope. 200 piezas. 90x60 cm. Serie Animales) Admitió que la parte inferior había sido la más difícil: diferentes tonalidades cafés que configuraban el brumoso polvo que los caballos levantaban en su marcha.
Los minutos pasaron y luego de algunas llamadas, el detective Granados se hizo presente en el lugar de los hechos para las investigaciones respectivas.
–No toquen nada –ordenó. Y en seguida aplicó la estrategia numero uno de toda investigación: observar, observar, observar.
La mesa en la que yacía Charlie Fletcher estaba colmada de piezas desordenadas y superpuestas del rompecabezas Número 17 que horas antes estuvo armando. (Tres manos de dedos deformes cruzadas entre sí, 500 piezas. 120x90 cm. Serie Cuerpo Humano). Muchas otras, tiradas en el piso, se perdían en un gran charco de sangre, de modo tal, que sólo la esquina superior derecha del rompecabezas estaba armada.
Su largo cuerpo descansaba en una silla. Sus hombros y cabeza, como si de pronto hubiese quedado dormido, se apoyaban en la mesa. Sus manos, metidas en los bolsillos del pantalón, no hacían nada por protegerlo. Y desde allí, con disimulo, chorreaba un hilillo de sangre. Por último, a un costado de la mesa, sobre una silla, tres juegos de rompecabezas esperaban su turno para ser armados.
–Yo conversé con él –dijo el bibliotecario–. Anoche, cuando llegó y empezó con el primer rompecabezas. Dijo que era atravesado por el vuelo de unos pájaros, de 300 piezas y 60x60 centímetros. Contó que a los seis años había armado su primer rompecabezas: un mediocre árbol de 10 piezas; que luego, su interés fue creciendo hasta perderse en rompecabezas de 5000 piezas que por poco lo dejan loco. Y que últimamente se había interesado en armar rompecabezas con figuras de manos, tratando de encontrar en ellos las piezas exactas de sus propias manos.
–¡Claro! –interrumpió Granados–. ¡Eso es!
Los presentes voltearon a mirarlo.
–Señores –continuó–: Tengo la respuesta. Charlie Fletcher no está muerto, está inconsciente; hace un par de horas que viene desangrándose. Pero eso no es lo peor, lo peor es que nunca más volverá a armar rompecabezas.
–¿Cómo? ¿Qué? ¿Por qué? –murmuraron–. No puede ser.
–Simple señores –sentenció Granados–. Charlie Fletcher se ha cortado las manos. Si no lo creen, vean si aún las tiene en sus bolsillos.
Nadie se atrevió. Granados sí, porque sabía que tenía la razón. Sólo él se había dado cuenta que, de los rompecabezas que estaban al costado de la mesa uno tenía la inscripción: Número 1.30 piezas. 90x15 cm. Serie Armas Blancas. Era pues, la figura de una afilada hacha.
A las siete de la mañana del 23 de setiembre Charlie Fletcher, el más famoso armador de rompecabezas de Lago Grande, fue encontrado sobre una mesa del tercer piso de la Biblioteca Central. ¿Inconsciente? ¿Dormido? ¿Muerto? Nadie lo sabía.
El conserje, quien lo encontró, dijo haberlo visto por última vez, la noche anterior, una hora antes de cerrar las puertas de la biblioteca.
–Cuando lo vi –dijo–, Charlie Fletcher terminaba de armar un rompecabezas con figuras de caballos.
En efecto, a esa hora, Fletcher concluía el rompecabezas Número 125 (Siete caballos pura sangre en frenético galope. 200 piezas. 90x60 cm. Serie Animales) Admitió que la parte inferior había sido la más difícil: diferentes tonalidades cafés que configuraban el brumoso polvo que los caballos levantaban en su marcha.
Los minutos pasaron y luego de algunas llamadas, el detective Granados se hizo presente en el lugar de los hechos para las investigaciones respectivas.
–No toquen nada –ordenó. Y en seguida aplicó la estrategia numero uno de toda investigación: observar, observar, observar.
La mesa en la que yacía Charlie Fletcher estaba colmada de piezas desordenadas y superpuestas del rompecabezas Número 17 que horas antes estuvo armando. (Tres manos de dedos deformes cruzadas entre sí, 500 piezas. 120x90 cm. Serie Cuerpo Humano). Muchas otras, tiradas en el piso, se perdían en un gran charco de sangre, de modo tal, que sólo la esquina superior derecha del rompecabezas estaba armada.
Su largo cuerpo descansaba en una silla. Sus hombros y cabeza, como si de pronto hubiese quedado dormido, se apoyaban en la mesa. Sus manos, metidas en los bolsillos del pantalón, no hacían nada por protegerlo. Y desde allí, con disimulo, chorreaba un hilillo de sangre. Por último, a un costado de la mesa, sobre una silla, tres juegos de rompecabezas esperaban su turno para ser armados.
–Yo conversé con él –dijo el bibliotecario–. Anoche, cuando llegó y empezó con el primer rompecabezas. Dijo que era atravesado por el vuelo de unos pájaros, de 300 piezas y 60x60 centímetros. Contó que a los seis años había armado su primer rompecabezas: un mediocre árbol de 10 piezas; que luego, su interés fue creciendo hasta perderse en rompecabezas de 5000 piezas que por poco lo dejan loco. Y que últimamente se había interesado en armar rompecabezas con figuras de manos, tratando de encontrar en ellos las piezas exactas de sus propias manos.
–¡Claro! –interrumpió Granados–. ¡Eso es!
Los presentes voltearon a mirarlo.
–Señores –continuó–: Tengo la respuesta. Charlie Fletcher no está muerto, está inconsciente; hace un par de horas que viene desangrándose. Pero eso no es lo peor, lo peor es que nunca más volverá a armar rompecabezas.
–¿Cómo? ¿Qué? ¿Por qué? –murmuraron–. No puede ser.
–Simple señores –sentenció Granados–. Charlie Fletcher se ha cortado las manos. Si no lo creen, vean si aún las tiene en sus bolsillos.
Nadie se atrevió. Granados sí, porque sabía que tenía la razón. Sólo él se había dado cuenta que, de los rompecabezas que estaban al costado de la mesa uno tenía la inscripción: Número 1.30 piezas. 90x15 cm. Serie Armas Blancas. Era pues, la figura de una afilada hacha.
Javier Núñez
Salomé
Estoy acostado al lado de una guapa diablesa. Siento su respiración pausada y contemplo su rostro de niña traviesa. Son las cuatro de la mañana y a lo lejos están cantando los gallos; yo también cantaré mis aventuras con esta bella. En unos minutos la despertaré y consumaré por tercera vez nuestro amor loco. La besaré desde sus cabellos hasta la punta de sus pies, le acariciaré sus muslos suaves, la amaré sin frenos ni límites. Ella tenderá sus alas de mariposa y jamás me olvidará en toda su vida.
La conocí a las doce de la noche cuando terminaba la Parada de Trajes de Luces. A esas horas, y en fiestas de esta índole, siempre hay mujeres abandonadas para recogerlas. En ocasiones anteriores tuve la suerte de llevármelas al hotel. Por eso siempre recorro los sitios donde terminan los pasacalles en busca de bailarinas desorientadas. A la semana siguiente pienso ir al Carnaval de Juliaca. Me han dicho que allá las danzarinas beben a jarras incalculables y terminan bailando marinera con sus prendas íntimas en las manos.
No tengo una novia estable, de manera que nadie se queja, nadie me molesta; hago lo que me da la gana y me acuesto con cualquier mujer sin recibir celos. Hasta ahora me he acostado con una infinidad de mujeres, tal como lo muestra mi libreta de Eros, donde registro los datos necesarios y las posturas que empleamos. A veces añado algunos detalles, como por ejemplo, la actitud de las mujeres cuando llegan al orgasmo, los gemidos de las muchachas vírgenes. (A propósito, en mi registro figuran cinco vírgenes.)
Mi objetivo es acostarme con la mayor cantidad de mujeres en toda mi vida. Nunca me casaré, porque se malograría mi plan. Parece que vine al mundo a complacer a todas las mujeres insatisfechas. Hasta ahora nadie se ha quejado. Por eso tengo razones suficientes para sentirme orgulloso.
Tengo veinte años y me llamo Orestes de la Fuente. Me gusta la gimnasia y todas las tardes acudo al Búfalo. Levanto pesas y hago otros ejercicios. Eso me permite mantenerme en forma.
Mi primera vez fue a mis quince años con mi profesora de Arte. Ahí me di cuenta de que había nacido para todas las mujeres. No desaproveches este don que Dios te ha dado, me sugirió la profesora.
Esta diablesa que está acostada a mi lado andaba sin brújula cuando le salí al paso. No tuve que cortejarla, porque la iniciativa fue suya. Estaba mareada por los efectos del trago. Sin perder tiempo vinimos a este hotel Los Girasoles. Ella recordó a su enamorado, quien la había engañado con otra chica. Págale con la misma moneda, le dije. Me miró con tristeza en los ojos. En eso me acerqué más a su lado, acaricié sus cabellos sueltos y advertí sus pechos bien formados que se asomaban de su traje de diablesa. Tengo sueño, dijo… Pasé la mano por su espalda tenue para acariciarla. Fingió rechazarme en el momento… Seguí insistiendo hasta que en un descuido suyo la besé en los labios, y poco a poco cedió terreno… Su falda de danzarina jugaba con sus muslos blandos por donde mi diestra recorría hasta explorar un capullo de rosa en primavera. Ella empezó a respirar con dificultad y a contonearse en su sitio. Tuve que ganar tiempo al tiempo. Entonces empecé a desnudarla minuto a minuto. Cuando llegó la hora nos sumergimos en la ciénaga del amor. Fue como ver la cara de la muerte en un instante.
La segunda vez que nos entregamos al placer desmedido fue por iniciativa suya. Ella me despertó y empezó con sus juegos de gata seductora. Retomé fuerzas en el acto e hicimos un viaje al infinito…
Ahora estoy escuchando cantar a los gallos. Son las cuatro y media de la mañana. En ese armario están sus trajes de diablesa, ornamentados de colores. Miro su rostro de niña y pienso que ella tomará otra vez la iniciativa. A ratos me pregunto qué estará soñando.
Cuando se marche anotaré su nombre en mi libreta de Eros. Quizá me busque en otra ocasión, quizá se enamore de mí, pero ya no me encontrará. A las otras mujeres las he olvidado en menos de una hora, sólo figuran sus nombres en mi libreta…
Esta diablesa no piensa despertar, en ese caso yo mismo tendré que despertarla, no me queda otra alternativa. Le susurraré al oído: Salomé, ¿me escuchas? Salomé…
–¡Qué carajo estás diciendo! ¿Quién es Salomé? Yo soy Miluska.
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