El beso de la muerte
Mientras el sol caminaba a media marcha devorando al cielo con su andar cadencioso, se detuvo frente a un quiosco de periódicos. Nunca leía cuando viajaba y hoy debía llegar a la capital de la provincia para entrevistarse con el dueño de una empresa que contrataría sus servicios. Llegó al paradero con paso tranquilo, cuasi lento, observando desordenadamente el diario que había adquirido. Un carro inició en ese instante su marcha, pensó: "Si me daba prisa y no compraba este diario ya estaría viajando". Ascendió en el vehículo que estaba próximo a salir y sentándose al lado del chofer se dijo a sí mismo: "Si ocurre un accidente sentado aquí, nunca quedaría paralítico. Me moriría instantáneamente sin sufrir". No tenía miedo a la muerte, pensaba que era el complemento de la vida, pero le perturbaba el pensamiento de verse sufriendo antes de morir, por eso, prefería una muerte rápida que suprima cualquier forma de agonía.
Mauricio calculó en su reloj la hora que llegaría a su destino. "Sólo unos minutos más", pensó aliviado. Cansado por el incómodo asiento y el tedioso viaje cerró los ojos unos momentos. Al abrirlos nuevamente, sus serenas pupilas se tornaron trágicas, el sol que le daba en la frente quemando su rostro desapareció ante la presencia de un camión que venía en dirección contraria. "Nos fuimos a la mierda", pensó en el último instante, antes que los vehículos chocaran brutalmente en un contacto seco y mortal.
Luego del accidente el mutismo de la tarde adormeció el lugar. La brisa emanaba cierto olorcito a gasolina y sangre. Sangre que manaba de los heridos. De los cuerpos sin vida de los pasajeros. Y que hacían brillar a las lunas de vidrio despedazadas y esparcidas en la tierra, como diamantes por el contacto con el sol enfermo, que miraba apenado la trágica escena.
Entre los restos de esos animales de fierro y hojalata Mauricio quiso pedir auxilio, pero no pudo. Ningún músculo de su cuerpo le obedecía. No podía mover los párpados que le pesaban como bloques de cemento. Se sentía extenuado, el pecho le dolía extremadamente y al parecer quería estallarle. Su cerebro fue invadido por una intranquilidad animal tanto que le costaba respirar el aire frígido del ambiente.
Se dio lástima de sí mismo. Estaba solo y esa soledad tan grave, tan penosa, le hablaba de su familia con el dolor que sentía su alma al pensar que nunca más vería a su grácil esposa, la que le apoyaba en todos los actos de la vida y su único hijo, niño alegre y vivaz a toda hora. Ambos se habían convertido en la alegría de su vida y por el amor que les tenía negó su situación pensando que en cualquier momento despertaría empapado en sudor, asustado por esa pesadilla. Suplicó al cielo, al infierno, pero nada cambió.
Su cuerpo permanecía recostado sobre el duro suelo, medio vivo, medio muerto. "No he debido comprar el diario, no debí demorarme antes de llegar al paradero. Todo ha sido por mi culpa". Se martirizaba hasta el delirio, pero con el transcurso del tiempo se dio cuenta que nada podía hacer. Era realidad lo que vivía, una realidad dolorosa y cruel, y aceptó que llenarse de remordimientos no cambiaría su situación, por lo que trató de serenarse.
Resignado a su nuevo estado pudo escuchar los latidos de su corazón que desaceleraba, movió alegre los párpados que ya no estaban pesados, y al abrir los ojos solamente observó las tinieblas de la ceguera. Esos instantes desconsoladores le sirvieron para agudizar su sensibilidad auditiva. Unos ruidos afuera de su cuerpo le llamaron la atención. "La policía, estoy salvado", pensó apresuradamente. No se equivocó, dos oficiales de la policía buscaban el dinero de los pasajeros, quedándose con todo lo que tenían mientras los documentos personales eran depositados en una bolsa negra para ubicar a los familiares con los datos que contenía. Inundado de ira maldijo a los miserables que aprovechaban del sufrimiento de sus semejantes para beneficiarse con el dolor ajeno. Hasta esa iracunda protesta mental no había sentido dolores físicos extremos, solamente las heridas de su cuerpo.
A pesar del martillo que golpeaba sus huesos tratando de abrir un agujero en su cavidad craneal y esclavo de esa terrible dolencia quiso escapar de la realidad para localizar y eliminar el dolor con su mente. No pudo, sólo vio una luz albina dentro de su cabeza que le habló telepáticamente con voz de trueno diciéndole que se levantara, que debía seguirlo. Mauricio, al escuchar esa orden le respondió que no iría con él. La voz atronadora le indicó que volvería, que él comprendería lo que ha ocurrido. La luz desapareció y nuevamente la magra obscuridad selló su visión y también su conciencia.
Las lágrimas de una mujer lo regresaron a la realidad alejándolo de la inconciencia. Era su esposa quien lloraba desconsolada sobre su pecho mientras lo animaba para que se aferre a la vida. Apenas recibió la llamada de la policía había ido al encuentro de su esposo.
Ya había transcurrido un día desde el accidente, cuando su querida Margot se dio cuenta que estaba en el hospital sin poder hablar, sin poder moverse, soportando la incertidumbre del momento, escuchando todo lo que a su alrededor sucedía como un helado soporta el sol del medio día. Minutos más tarde, el médico que lo atendió de emergencia le decía a su mujer: "Señora, debe prepararse para lo peor, ya no podemos hacer nada más por él". Tras escuchar las palabras del médico que lo desahuciaba, lloró amargamente como nunca lo había hecho en su vida, sin lágrimas.
"No puede ser, auscúlteme de nuevo doctor, no quiero morir". Gritó con todas sus fuerzas pero nadie lo escuchó. Solamente respondió a sus desgarradoras frases la luz albina que se presentó de nuevo y lo indujo a que lo siguiera. Mauricio volvió a negarse. Su negativa se inspiraba en la idea de que los ángeles del infierno se valían de esa luz para conducir a los espíritus sin cuerpo ante la presencia de su amo y señor, el ángel caído. Él tenía cuerpo, además tenía una familia a quien cuidar y no los abandonaría. La luz albina volvió a desaparecer, comprensible a ese pensamiento, llevándose consigo la conciencia de Mauricio nuevamente.
Despertó extrañado por la nueva condición de su cuerpo. La flaccidez que ostentaban sus músculos había mutado hasta cambiar a una rigidez extrema y duradera. Los dedos de sus pies y las palmas de sus manos se entumecieron tanto que se convirtieron en una masa muscular de hielo. Sentía el olor nauseabundo que salían de sus poros y los latidos de su corazón que sólo él percibía se fueron extinguiendo lentamente. "Estoy muerto creo, pero si he muerto, ¿por qué sigo pensando?". Cavilaba desconcertado, añorando los juegos con su hijo sobre el blando colchón de su cama matrimonial, donde soñaba plácidamente con la felicidad.
Ahora también su cuerpo reposaba sobre un colchoncito, el suave colchoncito del ataúd. Se veía hermoso en su mortaja, más que nunca, con los algodones asomando por su boca, sus fosas nasales y oídos. Acompañado por una capilla ardiente que lo protegía de los malos espíritus y a la vez le producía calor, tanto que empapó su camisa blanca de sudor. Se veía elegante con su traje negro y la corbata guinda de siempre, prendas que se habían convertido con el tiempo, en sus cómplices cada vez que participaba en un acto importante de su vida.
Sus familiares y amigos velaban su cuerpo observando por el vidrio del ataúd su rostro sereno; calmo mientras suplicaban a Dios por su alma. Al mismo tiempo a Mauricio que no los olvide intercediendo por ellos ante el Supremo. "Si supieran que sigo aquí, ¿se sentirían defraudados?". Pensaba irónicamente, aun en su triste condición se complació observando a sus conocidos, quienes creían que había muerto.
Cuando la noche se iba y era casi de día, un calor tropical invadió el ambiente donde reposaba, movió mentalmente la cabeza y el dolor lo volvió a perturbar. Pero más le inquietaba la presencia de innumerables mosquitos que volaban a su alrededor construyendo en su cuerpo una nueva morada donde vivir. Se reproducían rápidamente como los pequeños arácnidos que recorrían su piel, buscando nuevos caminos y albergue para sus huevos. La idea de ver a más de esos animalitos pasear por su cuerpo lo atormentaba sin medida. "Prefiero la muerte a esto", pensó inquieto. Pero la luz no apareció.
El medio día tranquilizó sus gastados nervios. Acompañado de su cadáver permaneció en vigilia absorbiendo la podredumbre de olores que manaban de sus vísceras huecas. La comitiva de entierro, conformaba por parientes y amigos, lo trasladaban con parsimonia y elegancia, iban en silencio orando por su alma, mientras él a cada paso que daban sus conductores se estremecía pensando. "¿Por qué recobro mis sentidos? ¿Será que estoy volviendo a la vida y nadie se da cuenta?". Trató de patear, rasgar la madera. Gritar para que alguien lo escuche, pero solamente provocó que se desacomodaran sus dolientes músculos de la posición que le dieron sus familiares antes de cerrar su vestido de madera.
Cuando la comitiva llegó hasta el nicho donde reposaría el férretro, distintos personajes ofrecieron discursos en su memoria. Ensalzaron cualidades que no había tenido y otros negaron sus defectos. Una vez que el silencio se apoderó del campo santo, las muestras de dolor de sus padres, de su esposa, quien miraba con ojos desorbitados, se hicieron sentir. Sólo su hijo se mantenía sereno, el pequeñito no entendía por qué su madrecita lloraba desesperada cuando introdujeron el cajón de madera a la losa de cemento, produciendo un sonido vulgar que estremeció el ánimo de todos los presentes. Sellado el nicho, todos fueron a brindar su muerte deseándole lo mejor en su nueva vida.
Acongojado y solo quedó Mauricio, con ese olor nauseabundo del féretro, con los mosquitos que volaban a su alrededor, con los arácnidos que martirizaban sus carnes. "Ya no tiene sentido que permanezca aquí", se dijo sufriente y rogó a la muerte para que le dé alcance. Esta vez, la luz albina fue rápidamente a su encuentro y la misma voz habló, diciéndole que se iban a ir, ya que nada había conseguido permaneciendo junto a su cuerpo. Solamente había prolongado la agonía de su ser.
Mauricio le indicó que podía llevarlo donde ella deseara, que estaba preparado y se levantó, dejando a su cuerpo inerte sin vida en esa obscura morada, donde descansaría para siempre su figura humana. Se acercó a sus seres queridos y con el beso de la muerte se despidió de ellos. Humildemente se internó en la luz y ascendió con ella por los aires, ignorando dónde sería conducido por el resplandor que encerraba en cristales de alabastro todas las imágenes de su existencia.
Mientras el sol caminaba a media marcha devorando al cielo con su andar cadencioso, se detuvo frente a un quiosco de periódicos. Nunca leía cuando viajaba y hoy debía llegar a la capital de la provincia para entrevistarse con el dueño de una empresa que contrataría sus servicios. Llegó al paradero con paso tranquilo, cuasi lento, observando desordenadamente el diario que había adquirido. Un carro inició en ese instante su marcha, pensó: "Si me daba prisa y no compraba este diario ya estaría viajando". Ascendió en el vehículo que estaba próximo a salir y sentándose al lado del chofer se dijo a sí mismo: "Si ocurre un accidente sentado aquí, nunca quedaría paralítico. Me moriría instantáneamente sin sufrir". No tenía miedo a la muerte, pensaba que era el complemento de la vida, pero le perturbaba el pensamiento de verse sufriendo antes de morir, por eso, prefería una muerte rápida que suprima cualquier forma de agonía.
Mauricio calculó en su reloj la hora que llegaría a su destino. "Sólo unos minutos más", pensó aliviado. Cansado por el incómodo asiento y el tedioso viaje cerró los ojos unos momentos. Al abrirlos nuevamente, sus serenas pupilas se tornaron trágicas, el sol que le daba en la frente quemando su rostro desapareció ante la presencia de un camión que venía en dirección contraria. "Nos fuimos a la mierda", pensó en el último instante, antes que los vehículos chocaran brutalmente en un contacto seco y mortal.
Luego del accidente el mutismo de la tarde adormeció el lugar. La brisa emanaba cierto olorcito a gasolina y sangre. Sangre que manaba de los heridos. De los cuerpos sin vida de los pasajeros. Y que hacían brillar a las lunas de vidrio despedazadas y esparcidas en la tierra, como diamantes por el contacto con el sol enfermo, que miraba apenado la trágica escena.
Entre los restos de esos animales de fierro y hojalata Mauricio quiso pedir auxilio, pero no pudo. Ningún músculo de su cuerpo le obedecía. No podía mover los párpados que le pesaban como bloques de cemento. Se sentía extenuado, el pecho le dolía extremadamente y al parecer quería estallarle. Su cerebro fue invadido por una intranquilidad animal tanto que le costaba respirar el aire frígido del ambiente.
Se dio lástima de sí mismo. Estaba solo y esa soledad tan grave, tan penosa, le hablaba de su familia con el dolor que sentía su alma al pensar que nunca más vería a su grácil esposa, la que le apoyaba en todos los actos de la vida y su único hijo, niño alegre y vivaz a toda hora. Ambos se habían convertido en la alegría de su vida y por el amor que les tenía negó su situación pensando que en cualquier momento despertaría empapado en sudor, asustado por esa pesadilla. Suplicó al cielo, al infierno, pero nada cambió.
Su cuerpo permanecía recostado sobre el duro suelo, medio vivo, medio muerto. "No he debido comprar el diario, no debí demorarme antes de llegar al paradero. Todo ha sido por mi culpa". Se martirizaba hasta el delirio, pero con el transcurso del tiempo se dio cuenta que nada podía hacer. Era realidad lo que vivía, una realidad dolorosa y cruel, y aceptó que llenarse de remordimientos no cambiaría su situación, por lo que trató de serenarse.
Resignado a su nuevo estado pudo escuchar los latidos de su corazón que desaceleraba, movió alegre los párpados que ya no estaban pesados, y al abrir los ojos solamente observó las tinieblas de la ceguera. Esos instantes desconsoladores le sirvieron para agudizar su sensibilidad auditiva. Unos ruidos afuera de su cuerpo le llamaron la atención. "La policía, estoy salvado", pensó apresuradamente. No se equivocó, dos oficiales de la policía buscaban el dinero de los pasajeros, quedándose con todo lo que tenían mientras los documentos personales eran depositados en una bolsa negra para ubicar a los familiares con los datos que contenía. Inundado de ira maldijo a los miserables que aprovechaban del sufrimiento de sus semejantes para beneficiarse con el dolor ajeno. Hasta esa iracunda protesta mental no había sentido dolores físicos extremos, solamente las heridas de su cuerpo.
A pesar del martillo que golpeaba sus huesos tratando de abrir un agujero en su cavidad craneal y esclavo de esa terrible dolencia quiso escapar de la realidad para localizar y eliminar el dolor con su mente. No pudo, sólo vio una luz albina dentro de su cabeza que le habló telepáticamente con voz de trueno diciéndole que se levantara, que debía seguirlo. Mauricio, al escuchar esa orden le respondió que no iría con él. La voz atronadora le indicó que volvería, que él comprendería lo que ha ocurrido. La luz desapareció y nuevamente la magra obscuridad selló su visión y también su conciencia.
Las lágrimas de una mujer lo regresaron a la realidad alejándolo de la inconciencia. Era su esposa quien lloraba desconsolada sobre su pecho mientras lo animaba para que se aferre a la vida. Apenas recibió la llamada de la policía había ido al encuentro de su esposo.
Ya había transcurrido un día desde el accidente, cuando su querida Margot se dio cuenta que estaba en el hospital sin poder hablar, sin poder moverse, soportando la incertidumbre del momento, escuchando todo lo que a su alrededor sucedía como un helado soporta el sol del medio día. Minutos más tarde, el médico que lo atendió de emergencia le decía a su mujer: "Señora, debe prepararse para lo peor, ya no podemos hacer nada más por él". Tras escuchar las palabras del médico que lo desahuciaba, lloró amargamente como nunca lo había hecho en su vida, sin lágrimas.
"No puede ser, auscúlteme de nuevo doctor, no quiero morir". Gritó con todas sus fuerzas pero nadie lo escuchó. Solamente respondió a sus desgarradoras frases la luz albina que se presentó de nuevo y lo indujo a que lo siguiera. Mauricio volvió a negarse. Su negativa se inspiraba en la idea de que los ángeles del infierno se valían de esa luz para conducir a los espíritus sin cuerpo ante la presencia de su amo y señor, el ángel caído. Él tenía cuerpo, además tenía una familia a quien cuidar y no los abandonaría. La luz albina volvió a desaparecer, comprensible a ese pensamiento, llevándose consigo la conciencia de Mauricio nuevamente.
Despertó extrañado por la nueva condición de su cuerpo. La flaccidez que ostentaban sus músculos había mutado hasta cambiar a una rigidez extrema y duradera. Los dedos de sus pies y las palmas de sus manos se entumecieron tanto que se convirtieron en una masa muscular de hielo. Sentía el olor nauseabundo que salían de sus poros y los latidos de su corazón que sólo él percibía se fueron extinguiendo lentamente. "Estoy muerto creo, pero si he muerto, ¿por qué sigo pensando?". Cavilaba desconcertado, añorando los juegos con su hijo sobre el blando colchón de su cama matrimonial, donde soñaba plácidamente con la felicidad.
Ahora también su cuerpo reposaba sobre un colchoncito, el suave colchoncito del ataúd. Se veía hermoso en su mortaja, más que nunca, con los algodones asomando por su boca, sus fosas nasales y oídos. Acompañado por una capilla ardiente que lo protegía de los malos espíritus y a la vez le producía calor, tanto que empapó su camisa blanca de sudor. Se veía elegante con su traje negro y la corbata guinda de siempre, prendas que se habían convertido con el tiempo, en sus cómplices cada vez que participaba en un acto importante de su vida.
Sus familiares y amigos velaban su cuerpo observando por el vidrio del ataúd su rostro sereno; calmo mientras suplicaban a Dios por su alma. Al mismo tiempo a Mauricio que no los olvide intercediendo por ellos ante el Supremo. "Si supieran que sigo aquí, ¿se sentirían defraudados?". Pensaba irónicamente, aun en su triste condición se complació observando a sus conocidos, quienes creían que había muerto.
Cuando la noche se iba y era casi de día, un calor tropical invadió el ambiente donde reposaba, movió mentalmente la cabeza y el dolor lo volvió a perturbar. Pero más le inquietaba la presencia de innumerables mosquitos que volaban a su alrededor construyendo en su cuerpo una nueva morada donde vivir. Se reproducían rápidamente como los pequeños arácnidos que recorrían su piel, buscando nuevos caminos y albergue para sus huevos. La idea de ver a más de esos animalitos pasear por su cuerpo lo atormentaba sin medida. "Prefiero la muerte a esto", pensó inquieto. Pero la luz no apareció.
El medio día tranquilizó sus gastados nervios. Acompañado de su cadáver permaneció en vigilia absorbiendo la podredumbre de olores que manaban de sus vísceras huecas. La comitiva de entierro, conformaba por parientes y amigos, lo trasladaban con parsimonia y elegancia, iban en silencio orando por su alma, mientras él a cada paso que daban sus conductores se estremecía pensando. "¿Por qué recobro mis sentidos? ¿Será que estoy volviendo a la vida y nadie se da cuenta?". Trató de patear, rasgar la madera. Gritar para que alguien lo escuche, pero solamente provocó que se desacomodaran sus dolientes músculos de la posición que le dieron sus familiares antes de cerrar su vestido de madera.
Cuando la comitiva llegó hasta el nicho donde reposaría el férretro, distintos personajes ofrecieron discursos en su memoria. Ensalzaron cualidades que no había tenido y otros negaron sus defectos. Una vez que el silencio se apoderó del campo santo, las muestras de dolor de sus padres, de su esposa, quien miraba con ojos desorbitados, se hicieron sentir. Sólo su hijo se mantenía sereno, el pequeñito no entendía por qué su madrecita lloraba desesperada cuando introdujeron el cajón de madera a la losa de cemento, produciendo un sonido vulgar que estremeció el ánimo de todos los presentes. Sellado el nicho, todos fueron a brindar su muerte deseándole lo mejor en su nueva vida.
Acongojado y solo quedó Mauricio, con ese olor nauseabundo del féretro, con los mosquitos que volaban a su alrededor, con los arácnidos que martirizaban sus carnes. "Ya no tiene sentido que permanezca aquí", se dijo sufriente y rogó a la muerte para que le dé alcance. Esta vez, la luz albina fue rápidamente a su encuentro y la misma voz habló, diciéndole que se iban a ir, ya que nada había conseguido permaneciendo junto a su cuerpo. Solamente había prolongado la agonía de su ser.
Mauricio le indicó que podía llevarlo donde ella deseara, que estaba preparado y se levantó, dejando a su cuerpo inerte sin vida en esa obscura morada, donde descansaría para siempre su figura humana. Se acercó a sus seres queridos y con el beso de la muerte se despidió de ellos. Humildemente se internó en la luz y ascendió con ella por los aires, ignorando dónde sería conducido por el resplandor que encerraba en cristales de alabastro todas las imágenes de su existencia.
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