lunes, 28 de enero de 2008

Bladimiro Centeno

Aguardando la noche

La noche ha guardado la tierra ocultando todos los caminos. Mis ojos apenas avistan las laderas del río, el comienzo de la pampa Toro Viviente y la lomada por donde un jinete nocturno sube tanteando los atajos que utilizaba el querido de mis noches. Llevará buen rumbo, porque los caballos tienen buena vista en las oscuridades como está. Lo digo como jineteadora que he sido de soltera, que subía al botadero del ganado con el primer canto del gallo y retornaba con el último rebuzno de los burros, sin que perdiera nunca el recorrido.

Esos tiempos y esas correrías bajo la luna no volvieron conmigo. Después de mi casamiento con Miguel Herrera, en la ramada más grande que se haya construido en la estancia, bendecido por el cura traído desde la capital de la provincia, el mundo sólo me ha ofrecido penas y penas. Y son esas penas las que me tienen sentada aquí fuera, en este poyo cubierto de pasto húmedo que se entibia con el apoyo de mi cuerpo, prolongando vanamente la costumbre de aguardar a Rodrigo que ya no anda por este mundo, y nomás viene ahora el viento frío del lago a tocarme la cara, las manos, las piernas y a mover mis enaguas.

Cuando Miguel empezó a rondarme, ya tenía los ojos abiertos al mundo, las ilusiones confundían los entendimientos y un hormigueo en el cuerpo me hacía mover las polleras arriba y arriba, y más arriba todavía cuando lo descubría atisbándome de alguna parte, alumbrándome con un espejo desde un monte y no atendía a las recomendaciones de mamá que decía: "Ten cuidado mi hijita, amárrate bien las fajas, que los hombres de estos tiempos están paridos por el viento y llevados por él mismo adonde los taitas no mandan".

No niego que estuve de lo más contenta con el casamiento, que eché los tragos pensando en los hijos que vendrían pronto, en la casa recientemente techada para nosotros solos. Y aunque la primera noche pasáramos agotados por la fiesta, apenas entrecruzados los pies y las manos, en los días venideros nos entreveramos totalmente desarrebujados, con más traveseos que en los días anteriores a la bendición (que estábamos habituados sólo a los arrimos afanosos en las hondonadas) y al poco tiempo ganamos dos hijos que fueron de vida.

Pero, esos contentamientos terminaron muy pronto. Un día los hombres volvieron a levantar la cabeza hacia el otro lado de las montañas, hacia donde dicen que las gentes cambian de piel como las culebras, ganan plata... y abandonaron las casas de la noche a la mañana. Y Miguel se fue con ellos, prometiéndome que volvería pronto: "Nada de arados- dijo al partir, tendremos tractor para roturar las tierras. Nada de adobes, levantaremos con bloquetas las nuevas casas..." y lo creí como una tonta.

Claro que su ausencia no se sintió al momento. Cada fin de semana iba a sentarme al paradero de la carretera, recibía los encargos que llegaban con unas comerciantes y retornaba a la casa abrigando la esperanza de que lo tendría pronto a mi lado. Por eso visitaba las capillas, subía a los montes sagrados, pidiendo a Dios le guiara en el camino, a la Pachamama le diera ánimos de volver pronto, y vivía contenta viendo jugar a mis hijos en los recodos del río.

Pero una mañana llegó un encargo doloroso hasta la casa: Miguel, como si hubiera sido él quien los habría parido, me pedía que lo enviara a los hijos para que conocieran la ciudad y le hicieran compañía por un tiempo. Quedé confundida, no había visto en la estancia a nadie desprenderse de sus hijos. Y ningún padre cargaba a sus hijos a ninguna parte. Sin embargo, los envié con el dolor de mi corazón...

Luego la situación resultó peor. Las comerciantes dejaron de traerme más encargos, comenzaron a llegar a otros paraderos y a evitar mis conversaciones. Y comprendí que Miguel estaba olvidando a la mujer que le había ofrecido unos pechos apenas abultados, que me estaba condenando a vivir sola en esta parte del mundo, acompañada únicamente por la bullanga de ese río, sin atinar otro merecimiento que rondar como una descabezada por las tapias que guardan esta casa.

Pero no iba a resignarme a ese descubrimiento, entendí que una trae el cuerpo al mundo para darse alivios, que la vida no se ha hecho para esperar nada. Luego medí las cosas en su tamaño, tomé el camino prohibido a las casadas y me arrebujé con mantas y polleras de soltera. De ese modo las visitas a los poblados cercanos, a las ferias dominicales, a las fiestas patronales, se hicieron frecuentes.

Al principio temía cometer un desbarajuste, provocar habladurías entre la gente, propiciar mi deshonra. Pero cuando averigüé que Miguel convivía ya con otra mujer, que mis hijos esperaban una media hermana, perdí el cuidado a las murmuraciones y comencé a mostrar dientes, piernas y enaguas a colores.

Entonces conocí a varios hombres; conocí a Francisco que vivía solo en la quebrada y se interesaba más por sus quehaceres y no dejaba de llamarme "doña"; conocí a Pedro que no pasó más allá de algunos arrumacos porque temía a su mujer e hijos; y a un ganadero de la frontera que me aguardaba en los caminos con la única intención de levantarme las polleras y arrimarme en las peñas. Pero con todo, no me detuve, seguí dando cara a las circunstancias.

Luego cambiaron las cosas a mi favor, aunque no del todo alegre. Al otro lado del río, murió doña Elvira, la compañera de la escuela, que quitaba el alma a los más lisonjeros de la estancia. Habíamos tomado marido a igual tiempo, llegado a la misma estancia y tenido la misma cantidad de hijos. Y fui a velar su cuerpo, con el entendimiento de que uno se va de este mundo en cualquier momento, sin ninguna previsión.

Allí estaba Rodrigo, enrebozado de negro en torno al cajón recién claveteado, con los ojos humedecidos por la pena y abrazando a sus pequeños. En ningún momento había cruzado con él una palabra, por eso lo observaba atentamente, vigilaba sus movimientos, atendía a cada una de sus palabras y encontré gran valía en sus maneras que avivó en mí (un duelo no quita esas ocurrencias) las ganas de caer tarde o temprano en sus brazos.

Entonces abrí nuevas esperanzas, comencé a quererlo de verdad, rogarle en silencio a la difunta que no me ocasione problemas. En los meses que siguieron, dejé de lado las fiestas, las ferias y los paseos. Me dediqué con mayor interés a la siembra, al pastoreo y al cuidado de la casa. Y en todo momento miraba hacia el río, hacia la casa de la difunta y veía a Rodrigo sentado en su patio, arrumando la cebada o cuidando a sus menores.

Pasaron los meses de luto, Rodrigo estaba ya libre de su poncho negro y con frecuencia salía al camino. Al inicio no adiviné su destino, por eso comencé a seguirlo y llegué a saber que andaba de peón en la adobería de la escuela, donde se levantaba otra aula y empecé a rondar por los alrededores, por las callejas que conducen al sitio, con el pretexto de leñar ramas.

Comenzaron a sumarse rápidamente los encuentros con el paso de los días. Abandonaba la escuela antes del anochecer, caminaba lentamente por la calleja y me saludaba al pasar por el rastrojo "Cómo estamos doña", "Nos vaya bien doña", "Se hace muy tarde doña" y se iba loma arriba, sin adivinar mis pretensiones. No había que pensar mucho para saber que así no llegaría a ninguna parte y una tarde decidí aguardarlo dentro de la calleja, con la intención de encontrarlo de frente y rogarle que viniera a socorrerme con los trabajos de la casa, cada vez más apremiantes a causa de la ausencia del marido.

Y fue cuando abandonó la adobería, se vino a la casa a recoger las cosas del campo, a preparar los terrenos para los laboreos del año siguiente. Llegaba después de arrear sus animales, cuando el sol despuntaba el alba y se marchaba al sitio señalado, con el burro encaronado o con la yunta preparada para mover los suelos dormidos por años.

Pero no mostraba conmigo otro interés que el de amparar mi abandono. No miraba mis contoneos renovados por las pampas. Y pasaba los días pensando en cómo llamar su atención. A veces le caía con las polleras subidas como al descuido encima de mis rodillas, soltaba mis arrebujos hasta quedar en enaguas y el desviaba la vista hacia los costados o hablaba de Miguel como una maldición. Nunca pretendió quedarse hasta tarde. Apenas se adentraba el sol entre los cerros, arrimaba las herramientas en las tapias y se marchaba sin un brillo de deseo en los ojos, nomás preocupado en sus hijos. Volvía a llamarlo, pero siempre era lo mismo: fugarse antes del anochecer.

Y una tarde no resistí más el afligimiento en que me encontraba y lagrimeé largo rato en el interior del patio. No me percaté que Rodrigo había culminado el trabajo temprano y me observaba en silencio desde el portón. Cuando advertí su presencia, sin que me pidiera explicaciones, le avisé que Miguel andaba ya con otra mujer en la ciudad, que mis hijos despertaban a la vida apartados de su verdadera madre y fue cuando Rodrigo se compadeció de mí, compartiendo conmigo ese anisado que encontró en su saco.

Así cambiaron las cosas. Ahora me contaba historias para alegrarme, me quitaba los bultos de encima en las caminatas a las siembras y se quedaba hasta un poco más tarde en la casa. Y recuerdo ese día que lo llevé a un terreno lejano, un terreno bastante ancho que costó todo un día de trabajo y retornamos a la estancia muy noche: esto y más los contratiempos que provoqué le impidió que se marchara antes de la Mala Hora. Y como estaba decidida a no dejarlo escapar por nada del mundo, le comenté sobre los "aparecidos que tiran al río", de los "serenos del demonio" sueltos en las noches y conseguí que no se marchara.

–Me quedaré en algún rincón de la cocina– dijo.

Luego nos adentramos a la casa, donde empecé a preparar los alimentos. Lo hacía mientras hablábamos sobre las cosas de la vida que nos hacían reír unas veces y entrar en maledicencias otras veces. Cuando serví la comida, noté que íbamos ganando mayor confianza, que su cabeza se inclinaba constantemente hacia mi lado, que entre nosotros nacía una complicidad que no podía comprenderse sino de una sola manera. Entonces entendí que había llegado el momento.

Le dije que después de tantas ayudas merecía una gran consideración, que no era dable que durmiera dondequiera, que debía descansar en la cama del dormitorio que nadie ocupaba desde que se fue Miguel. Pero respondió que no aceptaba el hecho de quedarse de noche en una casa donde vivía sola una mujer casada, menos dormir en una cama de esposos e iniciamos una conversación que concluyó en un juego de forcejeos que me permitió guiarlo hacia el dormitorio.

De pronto, cuando abría la puerta, como recién encendido el entendimiento, me rodeó con los brazos, murmurando en los oídos que lo tenía entre apuro y apuro desde hacía buen tiempo, que había visto mis contoneos mientras caminaba por las pampas, que lo había dejado varias veces sin aliento con mis desarrebujos y alcancé su consentimiento.

Me arrumé a su cuerpo con esas calenturas que ya me ganaban, con esa humedad que no se dejaba esperar más en mi entrepierna y entramos juntos adentro, caímos sobre la cama de madera y nos revolcamos con las ganas guardadas de tanto tiempo arrancando tantos crujidos a las maderas. Así pasamos toda la noche, olvidándonos del tiempo, hasta que la claridad de la madrugada penetró por las hendiduras de la puerta y me sentí feliz, vuelta a nacer, mujer de Rodrigo, que le pese a Miguel Herrera, mientras, él se incorporaba presuroso, se vestía como un enamorado sorprendido y se fue sigiloso entre la bullanga de la aves, no sin antes de tocarme una vez más ese punto que me exige tantos sacrificios.

Así comenzaron estas esperas, aquí fuera, en este poyo, que se prolonga hasta esta noche. Apenas se asomaba por los avenales, ya sentía el calor de sus brazos, la fuerza de sus deseos, que me sumían en grandes calenturas, y corría a recibirlo, abrazarlo, mientras él deseaba en voz alta que Miguel me olvidara para siempre y no me molestaba que dijera eso, porque ahora más que nunca sabía encontrar la felicidad en otra parte.

Después me avisó que andaría en negocios, que vendió un toro para comprar un bote con el que haría viajes a Bolivia y se fue a las andanadas. Pero no perdió la constancia, me traía ofrecimientos en cada retorno, mayormente en ropas para que mudara mis indumentos en su presencia (las mañas que tenía) contemplara mis ancas todavía bien redondas con el trabajo de las tierras. Cuando no los aceptaba (no estaban mis manos quebradas para no procurármelos por mí misma) me obligaba a tomarlos. Y yo me llenaba de contentamiento día tras día y no se me ocurría que en algún momento el destino me colmaría de otro infortunio y enmudecería otra vez mi vida.

Veía el bote perderse en el lago dos veces por semana. Izaba la vela con el atardecer y retornaba al día siguiente. Pero una noche mis sueños se convirtieron en pesadillas, un peñasco cayó sobre el rostro de Rodrigo, un hilo de sangre incesante comenzó a manar de mis labios y me levanté sobresaltada. El sol estaba arriba y Rodrigo no había venido a visitar como acostumbraba hacerlo después de cada viaje. Corrí hacia la loma para avistar desde ella la orilla del lago, pero antes de que alcanzara la cima, me crucé en el camino con unos pescadores que me avisaron que por la mañana descubrieron el cuerpo de Rodrigo, muerto en el bote...

Perdí todos los atinos, me arranqué los cabellos desesperada y eché maldiciones al mundo. Luego busqué a sus hijos, los llevé para que dieran un último abrazo a su padre. Y cuando llegamos al lago, la gente rodeaba el cuerpo sin vida de Rodrigo, que yacía sobre la arena, un cuerpo que no parecía de Rodrigo (o no quería que se pareciera), que hacía murmurar a unos, gimotear a otros, y me eché sobre él, sacudiéndole las solapas como para despertarlo, sin importar lo que dijeran.

Nadie conocía los detalles de su muerte, todos creyeron que fue un ladrón de redes, pero yo descubrí una hebilla de correa en el tablado y supe quién lo había matado, por qué lo había hecho. Pero no podía delatarlo, estaban de por medio mis hijos, aquellos pequeños que salieron de mi cuerpo y querrían volver a verme algún día. Por eso busqué otras maneras de vengarlo, eché fuego a la casa de los padres de Miguel, llevé sus ropas al Monte del Diablo y mantuve esta costumbre de aguardar las noches, aunque los hijos de Rodrigo (que se vinieron a mi casa) exigen que me duerma temprano.

Ahora han pasado los días, las noches son menos hondas y nuevos entendimientos aligeran mis penas. No puedo continuar con esta usanza, ofreciendo el cuerpo a tanta soledad. No sirve que me resigne al abandono, que continúe mucho con el recuerdo de Rodrigo. En vano mi perro se pasea olfateando los avenales, los corrales por donde lo encontraba vigilando mis quehaceres, mis polleras levantadas al recoger las bostas y mis interiores cuando me mudaba las ropas. ¡A levantarse pues! Que Dios guarde a Rodrigo y yo me ocupo de sus hijos. Me daré una vuelta por las tapias y me adentraré a dormir, antes que esta llovizna empeore o moje mis enaguas y despierte a los chicos con la humedad. Es hora de ver la vida de otro modo, hora de pararse como una mujer y conseguir ánimos para mañana que será otro día.

2 comentarios:

Elvis Cotrado dijo...

No se puede negar que es un cuento que cumple todos los requisitos textuales de redacción. De hecho, el mismo autor es mi profesor y siempre habla de ese aspecto. Siempre tuve la curiosidad de leer alguno de sus escritos; logré cumplir ese deseo y puedo decir que no está nada mal. El estilo del escritor Bladimiro Centeno es muy parecido al de Arguedas o Ciro Alegría; sin embargo, no puedo dejar de encontrar algunas anomalías, incluso en un docente de semejante calidad como él. La más sustancial se encuentra en el pensamiento del personaje, debido a que el autor narra en primera persona, es extraño encontrar la excelente línea de ideas que tiene la protagonista del cuento, la cual, en cierto modo, carece de pensamiento independiente del narrador homodiegético. Supongamos que se escribiese un cuento en el cual un bandolero es personaje principal, si se le atribuyece excelente ideología y calidad léxica, obviamente, se estaría alejado de la realidad y se caería en la estructuración de marionetas vacías creadas por un dios que hace todo perfecto a su manera.

Elvis Cotrado dijo...

Me olvidaba de mencionar que, aunque resulte un comentario fuerte y polémico, la literatura de la zona debería alienarse. Se podría considerar algunos géneros como la novela policiaca, terror y otros. Se sabe que en un contexto como Puno, obviamente, resulta una tarea complicada; sin embargo... luego digo mas.